martes, 31 de diciembre de 2013

Doce uvas amargas

Oh, vaya. Otra vez un teclado. O convendría decir, esta vez un teclado. Hace demasiados meses que no escribo desde dentro, desde algo más que un impulso de algo borroso de cuyas emociones apenas queda rastro pasadas unas semanas. Como si todo cambiase demasiado rápido como para que mereciera la pena dedicarle unas palabras efímeras (quizá precisamente por eso), o como si todo fuese en el fondo tan estático y tan siempre lo mismo, que resulta que ya está todo escrito y lo nuevo serían sólo pequeños matices actualizados de lo que a veces, como una montaña rusa, sube por unos sitios y baja por otros, pero no deja de ir en un sentido lineal, previsible y agotador.

Lo primero que recuerdo de este maldito dos mil trece, curiosamente, son días lluviosos entre embajadas y tiendas de sonido por la calle Barquillo, los ecos vacíos de los rascacielos impotentes de Nuevos Ministerios y las últimas historias que me contó tu voz. Compañeros efímeros, cañas insípidas en bares abarrotados y todo aquello que apenas parece un sueño lejano y mal contado. Muy felices, eso sí, los tiempos, los besos y los paseos por el Retiro, y todas aquellas veces tras las cuales nunca volví a pisar la calle Toledo con la misma serenidad. Y los sueños mágicos en compañía de aquella mujer que hacía las tardes menos amargas y la lluvia menos húmeda, cuyos padres me trataron siempre mejor de lo que nadie me ha tratado nunca en cualquier circunstancia. En fin, otro error, supongo, del estúpido muchacho inconsciente que nunca supo lo que quería y siempre se daba cuenta cuando era demasiado tarde. Aún no logro quitarme de la cabeza aquella mirada suya de silencio entre medias de un portal, la dolorosa huída por las últimas calles encharcadas que vi en Carabanchel al ritmo de "Push your head towards the air", mientras la amargura de otra decepción nos alejaba, no sé si para siempre, de un sueño del que nunca supe despertar del todo. Todo errores, supongo, desde entonces. Qué hay de aquella obra de remodelación en mi atormentado rincón, de cuyo último recuerdo sólo me quedaba ella.
En efecto, lo que debía ser un cambio a mejor, sólo fue la materialización de una serie de lo que llaman "catastróficas desdichas", el derrumbe manifiesto de todo lo que yo había construído hasta entonces. Y volví a caer. Y volví a recorrer aquella avenida a velocidad de crucero a las cuatro de la madrugada para intentar rescatar algo que también había roto yo. Desde luego, que así no se puede vivir. Y quedó demostrado; siempre sucede.
Después vinieron tiempos de abstracción, el ansiado norte y esos amigos geniales de prolongadas ausencias con los que nunca parece pasar el tiempo, y los calimochos y las fiestas en otra cultura, en algo menos alejado de mi temperamento que las desdichadas calles donde paso el resto del año. Pero es allí donde hay que volver, y después de tanto alcohol y tantas grabaciones de covers de Dire Straits, uno tiene que dar la cara y tomar decisiones. Y escribiéndolas al tiempo en un blog de lágrimas como éste, uno las toma, y no se arrepiente. Fueron tiempos vacíos, sí, pero muy bien maquillados con aquella canción de R. Lamontagne, "Empty", donde alguien me daba esas extrañas esperanzas inalcanzables de que todavía podía suceder algo bueno. Y lo único que sucedía eran las reformas del gobierno entre cortinas de humo, nada más. Semanas y semanas de nada, de desmotivación, de todo el mundo se ha ido, de echar de menos más de la mitad de lo anterior, y de no tener recursos para nada, ni si quiera el potencial y la creatividad se manifestaron lo suficiente.
Y después, tras buenas semanas de abstracción entre Pirineos y motores diésel de hace unos cuantos años, de ríos helados y cordialidades bienvenidas entre desconocidos con muchas cosas en común, llegó septiembre. Aquel mes del éxito y del fracaso en altas dosis, a partes iguales. Aquella decisión tan deseada y que tanto miedo me sigue causando incluso a día de hoy, acabar con diez años de combustión de un plumazo. Y aquellas horas y kilómetros por las calles de Madrid y ese Parque maravilloso que no volví a pisar sin ella. Otra época marcada por una canción, "Tunnel of love", en este caso. Todos esos "look where we are", aquellos "yellow" y algún que otro te quiero que terminaron, como no podía ser de otra forma, dada la nefasta coincidencia con otro vacío mayor, en eternas semanas de depresiones convulsas, de ataques de ansiedad nada más despertar, de demasiadas ausencias acumuladas y mal sincronizadas, de demasiadas horas dándome cuenta de que el puto charco de barro siempre fue más grande de lo que me atreví a pensar.
Y al final, nada de nada. Todo igual, y seguramente peor. Sólo vivieron para contarlo, moribundas, las últimas semanas de rutinas a medio cumplir, falsos mundos profesionales y más errores, ya no sé cómo ni por qué, sobre lo mismo, vuelos a ras de suelo sin alas y sin motor, pidiendo auxilio a gritos y sin nadie que se atreva, como es natural, a echar un cable a este cúmulo de desastres en el que todo el mundo cree que me he convertido con el paso del tiempo; y lo más importante de todo, que yo también lo creo.
Lo único bueno que conservo de este año son las escapadas fuera de Madrid, el brillo en los ojos de cada persona que me quiso sin yo merecerlo, y los dulces y escasos reencuentros que he vivido estas últimas semanas.
En fin, qué quieres que te cuente, si tú todo esto te lo has perdido. Cada vez se lo pierden más personas. Cada vez hay más ausencias en la mesa a la hora de cenar en nochevieja, y todavía hay quien pretende que me trague doce puñeteras uvas sin echarte de menos, sin pedir perdón a todas las víctimas de mis errores, sin creer que esta vez no me libraré de pensar en ti y en todos los demás cada maldito día del calendario, y sobre todo, hay quien aún pretende que me las trague con un falso brillo de optimismo en la mirada, como si en algún lugar quedara algo de certeza, de esperanza, de futuro, o como lo quieran llamar los que todavía no han perdido lo suficiente, que yo lo que he he perdido es la ilusión por todo y las ganas de sonreír, y que si me trago doce estúpidas uvas esta noche y me aguanto las ganas de llorar y salir corriendo hacia quién sabe dónde, sólo será por no darle un disgusto a tu madre, que cena hoy con nosotros, y bastante mal lo ha pasado ya en toda su desastrosa vida.
El resto te lo puedes imaginar como quieras, o me lo puedes preguntar el día que tenga el valor de verte la cara.

    Feliz año, independientemente de todo lo descrito, a todo aquel que me lea en las que son mis últimas lágrimas de 2013. Te deseo lo mejor.