lunes, 10 de febrero de 2014

El principio del final

Hace mucho que no te escribo. Y lo cierto es que cada vez te echo de menos de una forma más descarada, y más reprimida, por otra parte.  El otro día fui por la mañana a Rivas, al complejo comercial ese que han montado en grandes naves, a lo americano, para la gente que vive por allí. Las maravillas de las afueras. Algún día escribiré buenas canciones sobre todo lo bueno de esas urbanizaciones nuevas, construidas en medio de la nada, donde la gente, en el fondo, es feliz; donde yo siempre he sido feliz, por muchísimos motivos. El caso es que cogí el coche y pisé el acelerador, no sabes cuánto lo necesitaba. Llevaba puesta, por fin, después de grabar el dichoso disco para el coche después de tanta pereza, a la gloriosa "Lana del Rey", deberías conocer su música. De alguna manera fue todo premeditado. Llevaba toda la semana viendo mi vida desde la distancia en los trayectos en autobús de por las mañanas con "American". En su conjunto, es una canción perfecta, desde el principio, desde esas teclas en octavas de mano derecha con violonchelos susurrando un gran cambio, un gran nudo en el estómago. Y el resto, bueno. El resto más de lo mismo. Percusión sobre lo mismo, con esas reverbs que tanto me gustan a mí cuando se trata de asociarlas a algo grande, con su grado de desolación, pero con energía, en el fondo. Pues bien, comenzó a sonar cuando me incorporé a la A-3, en sentido Valencia, claro. Y en cuestión de segundos, había puesto el volumen a tope, y el cuentakilómetros a ciento cincuenta. Un placer exquisito, ahora que tengo la suerte de conducir un coche que no se queja cuando corre. Estaba algo nublado, había poco tráfico, y las ondulaciones cuesta abajo propias de ese tramo de la autovía hicieron el resto; parecidas a las de la A-6 al llegar a Madrid, pero sin esa horrible connotación de regresar a esta ciudad en llamas. Podría sonar irónico para cualquiera, ya que hasta la salida del parque comercial sólo hay unos quince kilómetros, pero era la distancia exactamente necesaria para atravesar esa canción, y su homónima en esta semana que llevo de plantearme todo: "Ride", del mismo álbum, y con los mismos componentes sobre esta lluvia encubierta de meteoritos. Incluso más explícita.. I just ride; I been out on that open road; You could be my full-time daddy... 
...y me acordé mucho de ti. Más aún de lo que suelo hacerlo todos los días, aunque últimamente me vienes a la cabeza cada vez que me como uno de esos chicles como sustitutivo del tabaco; de esos de sabor "clorofila", como en los buenos tiempos, como los que tú llevabas en tu coche. Comprendí que a veces eso de pisar el acelerador es simplemente una necesidad. Aunque solo fueran diez minutos. Aquella sensación de correr, de escapar, de hacer eso que siempre he querido hacer desde que vivo como vivo, donde vivo, y con quien vivo. Y el verdadero punto de esto es que cada vez lo necesito más desesperadamente; mis planes de huir de aquí, de marcharme, cada vez son más tangibles, más exactos, más reales, y más cercanos. En poco tiempo he aprendido demasiadas cosas, y además han venido noticias, cambios, fechas, y el descubrimiento de que los pocos compromisos que me mantienen en esta ciudad, en el sentido académico, terminarán en menos de tres meses, y para entonces estaré completamente libre, y creo que sabes perfectamente lo que eso significa. Además, y para más ansiedad, precisamente inoportuna ahora que he decidido dejar de fumar, una llamada el otro día, que me cambió la cara por completo. La noticia definitiva. Por fin va a suceder. En un par de semanas o tres. Lo que llevo esperando con tanta ilusión como miedo desde que tomé la decisión más importante de mi vida, hace ahora cinco meses. Eso que pondrá punto y final al mayor condicionante de los catastróficos últimos once años de mi vida. Los peores desde el principio, algo menos horribles desde que aprendí a sobreponerme a las innumerables (y para la inmensa mayoría de gente, inimaginables) consecuencias de tal injusticia que por fin verá su ocaso; o eso pretendo con toda esta parafernalia que monté yo solo al volver a Madrid el pasado verano. En fin, escribiré largo y tendido sobre los numerosos pormenores del asunto en su correspondiente momento, puede que hasta un libro.
Y esto último era la parte que aún quedaba suelta la última vez que me digné a escribirte; lo único que estaba en el aire. Pero ya no lo está. Ello, junto con el resto de compromisos que terminan en un par de meses, representa el final absoluto de todas las ataduras que me mantienen aquí encerrado, o al menos las de mayor peso. Luego están las pajas mentales y las personas importantes, pero eso son otras cuestiones que, en determinadas circunstancias, por injusto y doloroso que resulte, hay que saber ignorar. De eso tú sabes bastante, ¿no?
Hoy, además, me he tragado entera la gala de los Goya, la vigésimo octava edición. Con la ausencia del ministro, esas mujeres tan guapas, y unas candidaturas vergonzosamente cutres en su conjunto, para lo que a mí me suele gustar de estos eventos. Pero ha habido algo en lo que me he fijado hoy especialmente. Algo que me ha dado la vuelta al estómago por una importancia que poca gente le da. Viendo a todos esos profesionales del cine, todos esos ídolos de una profesión que admiro, recogiendo su reconocimiento, recibiendo ovaciones, luciendo sus smokings y vestidos espectaculares, me he fijado en algo que tienen en común la mayoría de los discursos, ya sean premeditados o improvisados, en la mayoría de actos de este tipo. Los venerables personajes de nuestra ficción miraban al patio de butacas, y con una mano en el atril, otra en la cabeza del dichoso Goya, y una tercera, si la tuvieran, en el corazón, daban las gracias a su familia, a sus amigos, y generalmente a sus madres, padres y esposas. Y en esos instantes me ha dado por pensar que si yo recibiese un Goya, un Óscar, o cualquier tipo de premio en reconocimiento por mi trabajo, por mi carrera, o por algo que he conseguido en la vida, no se lo dedicaría a ningún miembro de mi familia, y en todo caso, hablaría de ti, y serías el único al que daría sinceramente las gracias, seguramente con la voz a medio resquebrajar, por haber sido el único que ha creído siempre en mi, cuando ninguno de los demás lo hicieron. Por muchas ausencias, por muchos conflictos y por muchas guerras que pueda haber en esta asquerosa asociación de ineptos incapaces de hablarse con sus parientes, he sentido que en el fondo te estoy agradecido, aunque tenga que recurrir a ciertos recuerdos, por haber mantenido siempre ese apoyo implícito, esa fe en mis esfuerzos que nadie más ha tenido. Ha sido un pensamiento gélido al final de cada discurso, al lado de una antítesis cuya envergadura es cada vez más esperpéntica para cualquiera que no viva entre estas cuatro paredes muertas.
En fin, en esto consiste mi vida de estas últimas semanas. En que tengo miedo por lo que está a punto de suceder, y en que cada vez tengo más claro que me voy a marchar de aquí, y cada día que pasa estoy más cerca de hacerlo.
Espero que podamos vernos pronto.