domingo, 9 de octubre de 2011

Takin' the 25B

Cogiendo el 25B desde Finnstown para bajarte en Dame Street o en Merrion Row y comprarte un café calentito que siempre te terminabas al llegar a la puerta de Fitzwilliam Square, donde siempre había alguien esperándote. Un puto sueño hecho realidad entre jardines verdes y calles más grises que el humo de los cigarros que te fumabas en aquellas escaleras, con Conny o tú solo. La historia ya valía la pena desde el aeropuerto, desde los aeropuertos por los que anduvisteis todos haciendoos cómplices unos de otros, haciendoos dueños unos de otros, como si os hubierais conocido desde siempre y estuvierais destinados a protagonizar una de esas historias de la típica película de aventuras en la que al final acaban todos juntos.
Lo bueno se juntaba con lo malo, y la amargura que transportabas en tu corazón se disipaba entre la niebla de Irlanda y el olor de los bocadillos del Tesco, entre tus viejas canciones y Bob Dylan, que marcó aquel viaje como la mejor escapada que podía existir para toda la mierda en la que andabas metido. Fuiste feliz, de una forma muy especial, muy libre...  y aprendiste a serlo, no sentado en un parque sobre un montón de hierba y rodeado de amigos, como decía la señorita Rogelia, sino a dos mil kilómetros de tus problemas, a dos mil kilómetros del mundo que te oprimía como persona, algo que dijiste después mientras empapaba tus emociones con sus lágrimas de niña desconsolada. Aquella última tarde en St. Stephen's Green se llenó de niños desconsolados. Aún recuerdas la despedida en Dame Street, la última tarde en la parada del autobús, y la del resto en el aeropuerto, cuando tus ojos se habían licuado después de ocho horas llorando, entre viaje y viaje. Recuerdas todas las fotos, todos los momentos...  y aún con más dolor porque el contraste entre aquella felicidad y el infierno del que venías se acentuó más los últimos dos días, cada cosa por sus circunstancias, con sus motivos...  echabas de menos algo, y allí lo encontraste. Aún recuerdas aquella conversación por teléfono, a la una de la madrugada en el jardín de los Conlon: "No quiero volver, mamá, no quiero volver".
Aún no sabes si echas más de menos aquella cama cálida con la ventana húmeda al lado, los platos y las conversaciones paternales de Johnny, las comparaciones internacionales con Conny y el tabaco o los vuelos en avión, esos que siempre te iban a alejar de algo. La vuelta fue probablemente lo más amargo. El primer vuelo, Dublin-Paris, en un RJ-85 de cuatro turbinas en el que te comiste aquel menú aéreo entre más lágrimas y más música, y aquel Paris-Madrid en el que la pobre chica inglesa de al lado no sabía qué hacer, viéndote deborar las páginas de aquel libro entre sollozos y acordes de Revólver, cuando el cabrón del piloto, en la aproximación al aeropuerto, ya de noche, apagó las luces de la cabina y puso música. Sabes que te habría gustado tener a una persona a tu lado en aquel momento, en el asiento de al lado.
Nunca olvides lo que fuiste en aquel lugar...  porque ese fuiste tú.