miércoles, 22 de diciembre de 2010

Una pequeña paja mental casi sin sentido

Que tus sueños lejanos inspirados al escuchar los primeros álbumes de Amaral ahora sean realizables...  tiene sentido; que las canciones norteñas de los Cranberries se hayan instalado ahora en una visión gris de la época ochentera que ha quedado intacta en el barrio de San Blas...  tiene sentido; que hayas dejado de obedecer a todos los estímulos que condicionaban y falsificaban tu comportamiento, y que ahora hayas logrado averiguar cuál es tu verdadera identidad, lejos de todos esos estímulos...  tiene sentido.

Ya lo experimentaste precozmente en tiempos de U2, de J. Hendrix, de The Eagles...  pero aquello sólo fue un entremés, entre el principio y el actual presente. Ya es hora de ir más allá y hacer realidad aquello que imaginabas desde la puerta bloqueada de un coche a 200 km/h; que ahora el acelerador lo vas a pisar tú, que ahora la ruta la vas a decidir tú, que ahora los cafés te los vas a tomar tú...   que ahora el que se va a acostar observando un precioso cielo estrellado con una buena compañía al lado vas a ser tú, que ahora el que va comprar los billetes vas a ser tú.
Antes todo se limitaba a una cara oscura, luces de Navidad sin sonrisa, apartamentos huecos sin otra cosa que lágrimas secas sobre los muebles...  esperanzas borrosas en un futuro inalcanzable, deseos reprimidos originados por decepciones más grandes que tu rabia, silencios más frenéticos que el deseo de salir corriendo, kilómetros más muertos que tu futuro...
...pero el futuro ya está aquí, y no está muerto; de hecho, hay una única cosa que te permite seguir viviendo con la esperanza de que el tiempo no pasa en vano: hacer que el futuro se convierta en presente.
Realizar un sueño no consiste en esperar a que el tiempo pase. Consiste en hacerse a la idea de que el tiempo ha ya pasado, y que va siendo hora de ponerse manos a la obra...  y joder, lo bien que sienta!
"En tal fecha haremos esto...", "algún día iré a no sé dónde...", "algún día haremos esto otro...", pero te das cuenta de que si esperas mucho, te puedes pasar de listo, y puede que ese momento nunca llegue; así que en este caso conviene ser un poco inconformistas, quizá intolerantes, y decir; "qué cojones, ese día es hoy, o mañana, o este finde, pero de ahí no pasa", y si eres capaz de conseguir eso, capaz de hacer que "algún día" se convierta en "mañana", o en "ayer mismo", si eres capaz de eso, eres capaz de todo; lo he demostrado.
A veces parece contradictorio pensar que estamos sumidos en la rutina; esa palabra tan famliar que todos decimos sin pararnos a analizar la fuerza de su significado. "Rutina". Parece que no nos importa, lo decimos con tranquilidad...  pero es una de las cosas más tristes que he conocido. La rutina, esa cosa abstracta de la que hay gente que no se ha planteado salir, esa cosa abstracta que nos roba nuestro tiempo, nuestros sueños, nuestra vida entera...  y a veces sólo somos capaces de ver la felicidad dentro de la rutina, porque si intentamos buscarla fuera, somos infelices, no la vemos...
Y no es fácil tirar la toalla. Hay gente que la ha tirado y encima es capaz de reprocharte lo difícil que le ha resultado...  pero eso da igual, no tiene justificación, lo ha hecho. El mérito lo tiene quien no la tira nunca, quien no se rinde. Ese es el mérito; y normalmente, las personas que más reproches tendrían derecho a hacer, son las que menos hacen, por qué será...
Y ese tiempo tan absurdo que nos hemos inventado los hombres...  eso que transcurre siempre "hacia adelante", y nunca hacia atrás... y que a su vez es tan relativo. Ahí está otra de las claves que he descubierto. En el campo, o "fuera de la rutina", el tiempo transcurre más despacio, muchísimo más despacio. No hace falta salir al espacio y viajar durante diez años a la velocidad de la luz para ralentizar el tiempo a la mitad, como describe la paradoja de los gemelos, tan famosa en la física de mediados del siglo XX; lo único que hace falta es pillar un coche, unos cuantos litros de gasolina, y salir hacia algún lugar, da igual si cerca o lejos, aunque cuanto más lejos mejor...  y a vivir, que es lo único que no hacemos en la vida.
La gente se pasa el día diciendo que "vive" estresada, agobiada, sin tiempo...  eso no es vivir.  Eso es una mierda. Vivir consiste en ser feliz cada minuto, cada segundo, en encontrar sentido a lo que uno hace, donde uno está, en el momento en que esté...  ser feliz consiste en no desear "salir corriendo" a cada instante. Y la gente cree que no, pero eso pasa con mucha frecuencia, más de la que queremos reconocer...  y claro, luego pasa lo que pasa.
Pero ya no me enrollo más, que creo que se me está yendo la pinza con este café y tengo que leerme algunos libros, antes de que estas entradas se conviertan en algo absurdo.

Tengo que ir a Galicia   ¡YA!

lunes, 20 de diciembre de 2010

Escapar

Salir. ¿Hacia dónde? Da igual.
Salir contigo, a tu lado. Quién eres. Alguien lo suficiente digno de mi compañía como para acompañarme.
Carretera, kilómetros, música y muchas, muchas horas por delante. Sol de invierno atravesando la ventanilla y cegándome desde la rasante. Línea discontinua. Típico lento a cincuenta metros. Lo adelantamos. El motor se revoluciona. La lluvia ligera humedece el cristal. No sabemos de dónde cae, hace sol. Hielo en los laterales sombríos y en la cuneta. Dos grados bajo cero. Navegador apagado. El de atrás no consigue seguirnos. Nos descolgamos. Sentimos con placer la fuerza centrípeta de las puertas contra nuestro cuerpo en cada curva, en cada volantazo. Carretera sin quitamiedos, sin señales, sin arcenes. Curvas cerradas. Conducción deportiva. Puerto de montaña. Subida y bajada. Incorporación, otra vez en autovía. Dejan de importar los radares, los límites. Sólo importan las ruedas.
Vamos hablando. Vamos callados.
Ir callados no es señal de otra cosa que de ir hablando mediante algo que no son las palabras, ni las miradas. Hablamos mediante pensamientos. Cada uno anda sumido en los suyos, en sus problemas, en sus preocupaciones...  y en algo común y mucho más importante: escapar.
Ambos buscamos eso, escapar, huir, alejarnos de nuestro punto de partida, de todo aquello que nos ha estado encadenando. No es el hecho de estar en otro lugar, o de tener un destino. Es el simple hecho de no estar en ninguna parte, de estar en movimiento, de no pertenecer a nada, de dejar de tener los pies plantados en la tierra.
Pienso en mis pajas mentales, las de siempre, las nuevas...  pero qué importa lo que me preocupe, si ahora no estoy en Madrid para sufrirlo ni para solucionarlo. He apagado el móvil para evitar que pille cobertura en cualquier momento. Me da igual la cobertura, me da igual la hora. No quiero que nadie me interrumpa, ni si quiera la tentación de hablar con alguien que no sea mi acompañante.
Es extraño esto de viajar, aunque sólo sea una escapada a la aventura durante pocas horas...   es como que te alejas de lo de siempre, de las cuatro calles de las que nadie se plantea salir. A veces no basta con ir a un parque. A veces hay que coger velocidad, mucha, mucha velocidad, cambiar de aires, pasar frío, deshacerse de todo aquello que encauza el pensamiento por un sólo hilo.
El pensamiento en la ciudad se ve alienado, condicionado por los estímulos rutinarios y repetitivos que lo atrofian y lo limitan a ciertas perspectivas invariables en el tiempo... pero en el asiento de un coche todo cambia; todo cambia cuando empiezas a ver cartelitos azules y camiones de 16 toneladas, cuando empiezas a perder la cuenta de los kilómetros que llevas, de los arbolitos que han pasado a tu lado, de las veces que has cambiado de carril, de las curvas que has recorrido, de los coches que has adelantado...  sólo piensas en seguir hasta que te canses. La música es más que suficiente para alimentar la libertad que tu pensamiento ha adquirido.
A veces es difícil; no estamos acostumbrados a pensar de esa manera, o sin tantas limitaciones. La situación es distinta a lo habitual, y alomejor no sabemos cómo va a ser  o cómo llevarla...  pero no es difícil; simplemente tienes que dejarte llevar, y tu mente te guía rápidamente, no tienes que molestarte en ignorar ningún estímulo; en la carretera, todos los estímulos son positivos, salvo el retrovisor.

Paramos en algún bar, en alguna taberna de las que todavía quedan. Tomamos un carajillo que nos dura un buen rato y pedimos un par de cafés. Hablamos, entre conversaciones locales y cotidianidades, de cosas que sólo tú y yo recordaremos, de cosas que sólo tú y yo somos capaces de ver. No hace falta un pasado entero juntos; de hecho, lo mejor es no tenerlo, aunque tenerlo tampoco es un inconveniente.
Dormimos en un pequeño hostal con lo mínimo; un lavabo, una ducha, un inodoro, un pequeño armario, un par de camas, una mesa, dos sillas, una lámpara y un cenicero. Siempre hay un cenicero. Siempre hay un cenicero que yo siempre me llevo como recuerdo. Y no, no soy cleptómano.
Un par de rutas de montaña, un par de buenas fotos para el recuerdo, algo de aire fresco, sonido de arroyos y cascadas, viento gélido que seca la hojas y corta el cutis; los pájaros no cantan por estas fechas, y afortunadamente llevamos muchísimas horas sin escuchar publicidad, ni villancicos, ni gente hablando de gilipolleces. Sólo estamos tú y yo para decirlas, para pensarlas, sólo las tuyas y las mías.
El silencio de la montaña o de un pueblo no es el mismo que el de la ciudad. En la ciudad, el silencio se hace cerrando todas las ventanas a cal y canto, bajando la persiana y metiéndose uno en la cama; y aún de esta manera existe la posibilidad de no encontrar el silencio. En el campo, el silencio consiste en abrir todas las ventanas, en salir a una pradera, acurrucarse uno sobre cualquier roca lisa y seca y escuchar la música de las cigarras que tampoco encontrarás en invierno, observar el mapa estelar que cuelga sobre tu cabeza y tratar de beber del rocío nocturno de las hojas.
Recordemos todo esto, porque al volver a la ciudad, todo se vuelve gris, otra vez, incluso desde que emprendes el camino de vuelta.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Qué ha sido de los 90

Que el tiempo se nos escapa, y la vida sigue, y las cosas cambian...  y nosotros seguimos ahí, al pie del cañón, dando la cara a todo lo que venga.
Mi único tiempo feliz fueron los 90, o al menos la pequeña parte que viví de ellos. Y no será porque entonces yo era muy pequeño. Eso da igual. Es porque fueron los 90; por aquellos años el mundo aún no se había vuelto loco; aún no sabíamos ciertas cosas...  todavía montábamos en aquel Renault 5 sin cinturones en los asientos de atrás; por aquellos años Amaral publicaba sus primeras canciones, y al volver a escucharlas, regreso a los momentos en que la vida aún tenía sentido...  la gente trabajaba con ilusión; los viajes tenían significado, el turismo por la ciudad era algo memorable y la sombra de los plataneros del patio de atrás todavía me gustaba...   Después empezó Eurojunior y las esculturas de papel con pegamento de barra, las empresas públicas aprendieron a privatizarse, la política perdió el rumbo, el Delta del Ebro se secó por primera vez y tu ausencia sigue estando tan presente como la primera vez que me faltaste. Empezaron los cambios, las mentiras, las verdades incompletas, los premios de consolación y los intentos desesperados por fingir que todo seguía siendo normal...   y eso siempre fue inútil; emotivo, pero inútil. Qué niño puede ser feliz en sus primeras navidades de padres divorciados; qué niño puede ser feliz cuando los primeros años del esperado siglo XXI sólo son acosos y faltas de respeto hacia una propia imagen, destrozada por dos desafortunadas tijeras que me arrebataron lo que me quedaba de futuro...  y qué niño puede ser feliz cuando la estabilidad se transforma en un psicólogo mal pagado que intenta desesperadamente evitar lo que no hace más que recordarle: el Flight Light ha terminado.
Ahora queda todo atrás; ahora escucho "Toda la noche en la calle" y sólo consigo recordar cuándo y con quién pisé el barrio gótico de Barcelona por primera vez; escucho OBK y sólo me vienen a la cabeza talleres a rebosar de negocio y un amor incalculable por la velocidad y el aceite de motor;
todo se quedó en los 90.
Que yo ahora tengo dos vidas pasadas: una hasta el año 2000 y otra de ahí en adelante, y sigo sin saber cómo unirlas, cómo asimilar que son la misma...  porque alomejor no lo son, pero yo te sigo echando de menos cada noche, cada minuto, cada vez que necesito un abrazo de alguien con más fuerza que yo; cada vez que necesito mirar a los ojos a alquien que haya visto a Enrique Urquijo en vida; cada vez que necesito saber algo que sólo me puede decir alguien que haya compartido infancia con una de las personas más positivamente influyentes de mi vida, cada vez que me odio a mi mismo y lo único que necesito es salir corriendo, te echo de menos.
El hombre es fuerte, y puede que yo lo sea más; pero mi fuerza acaba donde empiezan mis ganas de llorar a cada rato, que entre todos los tormentos que empapan mi tejado se encuentra el que lleva tu nombre, ese que me recuerda que te necesito; que aunque estemos preparados para vivir en tensión constante, para afrontar los golpes de la vida, para sobrevivir a costa de lo que sea, hay veces en las que me gustaría poder relajarme durante un rato, sentir que todo no es tan hostil, quedarme a solas contigo y que el sonido de tu voz me calme y me consuele como no lo ha podido hacer nadie en casi diez años; sentir durante unos instantes que todo sigue siendo como en los noventa; tú y yo, y nadie más.
Algún día recuperaremos el tiempo perdido, ya lo verás. Algún día te abrazaré y te haré llorar con el simple contacto de mi cuerpo, te haré sollozar con una sola frase, con una sola mirada que te diga que el tiempo sólo ha pasado para los demás.
Y recurro a la frase de siempre, de Simon y Garfunkel: "After changes, upon changes, we are more or less the same".
Cogeré una matrícula que termine en -SS- y gastaremos los cuatro neumáticos antes de que salga el sol.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Vamos a hacer algo bello

Finisterre. Once de la mañana. El día estaba completamente oscuro. Casi no se le podía llamar ni día. Las estrellas brillaban en el cielo, pero la Luna no. Los animales diurnos empezaron a despertar, pero no comenzaron su actividad, no había luz. Por muy entrado que estuviera el invierno, debería haber luz. A las once de la mañana siempre hay luz. Cosa extraña. La mayoría de los despertadores no sonaron porque era domingo. Los domingueros bajaban a comprar el pan, las amas y amos de casa preparaban la comida, los niños salían de la cama y los universitarios más fiesteros descansaban de la resaca. Los escritores seguían encerrados en sus habitaciones y los guitarristas callejeros buscaban su esquina en algún lugar turístico. Todos hacían algo, pero el sol no había salido ese día.
Qué raro. Pensó el hombre del pelo negro. Que el sol no haya salido y la gente no esté histéricamente alarmada.
Quiso preguntar a alguien si el sol realmente no había salido o sólo eran imaginaciones suyas, pero no encontró nadie a quien preguntar. Todos hacían sus labores del domingo, nadie tenía tiempo para él. Llamó a su conocida, la mujer de los ojos verdes. Se encontraron pasado un rato. Ella sí tenía tiempo. Nada mejor que hacer un domingo por la mañana. Efectivamente, el sol no había salido. Ambos se lo confirmaron mutuamente.
Vamos a hacer algo bello. Dijo él en un momento dado. ¿Qué dices? Objetó ella. Que hagamos algo para que el sol vuelva a salir. ¿Pero qué? Eso no lo podemos decidir nosotros. Claro que sí, continuó él. El sol no ha salido porque está enfadado. Los hombres hacemos guerras, maltratamos a nuestros semejantes, destruimos nuestro hogar y nuestra naturaleza. No merecemos disfrutar de la luz del sol. ¿Y qué sugieres, que tú y yo solos solucionemos todos los problemas del mundo para que el sol nos perdone y vuelva a salir? No. Respondió él. Solo digo que no es seguro que el sol no haya salido. Lo único que sabemos es que para ti y para mí no ha salido. Me refiero a que al menos tú y yo tenemos que hacer que el mundo esté en paz con nosotros. O el universo. O Dios. O lo que sea. Lo que sea para que el sol vuelva a salir y no nos helemos de frío, que bastante hace ya.
Lo que dices es una locura. Replicó ella. Ya, pero si no lo hacemos no saldrá el sol. Porque podrás comprobar que no ha salido. Respondió él.
¿Y por qué estás tan convencido de que tenemos que quedar en paz con la naturaleza? Porque yo le debo mucho más que tú. Puedes acompañarme o hacer tu vida en un mundo de oscuridad, pero yo me voy. ¿Adónde? A la playa. Voy a llevar comida a un barco que vi un día anclado a ocho millas de la costa. Lleva allí como dos meses. Lo miro todos los días y no se mueve. ¿Y qué te hace pensar que hay alguien en ese barco que pueda necesitar comida?
Si el barco ha llegado hasta allí y no se ha movido es porque está tripulado. Y si no se ha movido en dos meses, pocos recursos le deben quedar. No es muy grande. Y te puedo asegurar que en esta área no hay pesca por ningún sitio. Si me acompañas, podremos llevarles más cosas.
La mujer de los ojos verdes se decidió a acompañar a su conocido del pelo negro, no se sabe por qué, pero se decidió. En cualquier otro mundo paralelo, en la misma situación, cualquiera habría rechazado el plan. Adentrarse en un mar embravecido para llevar víveres a unos náufragos inexistentes que nadie ha visto y arriesgar la vida en un día en el que no ha salido el sol solo para acompañar a un amigo a hacer algo bueno. Pero quizá fue eso. Que el sol no había salido y que ninguno tenía nada mejor que hacer.
Tras cargar dos grandes sacos con conservas y garrafas de agua se dirigieron ambos al pequeño embarcadero que había en la playa más escondida de Finisterre. Allí les esperaba la pequeña barca de remo del hombre del pelo negro. Dos remos antiguos, con el barniz corroído por la sal y la pintura demacrada en días anteriores por un sol que ya no había. Les costó sacarla de la arena. Estaba medio encallada, retenida por el hielo que habían formado el frío y la humedad. Después de un par de empujones hacia la orilla, los conocidos depositaron los sacos en el interior de la embarcación y montaron los remos. Súbete a la barca. Dijo el hombre. Yo la empujaré y remaré. Hizo el último esfuerzo desde la arena y se subió de un salto.
Lejanas empezaron a verse las luces costeras. Un montón de agua negra y profunda quedaba tras ellos. La barca subía y bajaba. Se inclinaba hacia todos lados. La carga se movía continuamente y los remos no daban abasto. Suerte que la barca, aunque era antigua, había sido astillada sobre madera de fresno. Los remaches y los tornillos se mantenían firmes e intactos ante los golpes del oleaje. Ni un solo indicio de carcoma.
No se veía nada. La niebla nocturna no había desaparecido. Apenas llevaban a bordo un par de linternas y las farolas de los acantilados se veían menos que las estrellas en un cielo nublado. Dependían, sobre todo la mujer, de los brazos y la capacidad de orientación del hombre del pelo negro. No llovía, pero la humedad del ambiente les empezó a calar el pelo y la ropa. Empezaron a tener frío, la mujer cada vez desconfiaba más de la seguridad de su plan. ¿Sabes seguro dónde está ese supuesto barco? Sí, no te preocupes. Con la oscuridad no se ve nada, pero si te fijas, ahí al fondo, hay un pequeño reflejo de color rojo, ¿lo ves? Sí. Ese es el barco, aún quedan dos millas y media. Quince minutos después consiguieron distinguir las partes del barco. Mira, esa es la proa, y ahí acaba el palo mayor, ¿ves? Es un pequeño barco motorizado, no más grande que un atunero. Comenzaron a acercarse, pero no divisaban la más mínima muestra de vida a bordo. Se acercaron gritando. ¿Hay alguien? ¿Hay alguien? Pero nadie contestaba. Se aproximaron por completo a la borda estribor del supuesto pesquero y el hombre lanzó un cabo para amarrarse a él. Un par de nudos y ya estaban conectados. En medio de la oscuridad, con las estrellas mirando desde lo alto y las linternas a punto de agotar sus baterías, suspendidas en las manos heladas de los compañeros, éstos atisbaron a ver un par de cuerpos. Eran marineros. Barbudos, tendidos en el suelo, empapados, encharcados, aparentemente dormidos. Les despertaron. Hubo suerte, los dos estaban vivos. Sufrían graves síntomas de hipotermia. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí? Un mes y medio. Hace dos días que se nos acabó el agua potable, y una semana que se terminaron los alimentos. Hemos sobrevivido destilando agua con este pequeño alambique, pero no nos queda mucho tiempo. Comenzó diciendo el marinero de la barba más larga. No os preocupéis, aquí traemos algo de pescado en lata, un par de garrafas de agua mineral y unas latas. Dijo el hombre. También hemos traído estas mantas y este combustible para que podáis volver a tierra. No se preocupe por el combustible. Dijo el segundo marinero, el de la gorra azul. Combustible tenemos de sobra. El problema es que no tenemos hélices ahí abajo. Las destrozó un atún intentando resistirse al anzuelo. Sucedió aquí mismo, y entre todos decidimos anclar el barco a esta distancia de la costa antes de que la marea nos llevara mar adentro. Tampoco tenemos radios y a tres de los tripulantes se los llevó un golpe de mar hace unas semanas, cuando aún navegábamos. Sólo quedamos nosotros dos. Pero no podemos rescatarlos. Dijo la mujer dirigiéndose a su compañero. Es verdad, en la barca apenas hay sitio para dos personas. Confirmó el hombre. Volveremos a tierra e informaremos a los guardacostas para que vengan a por ustedes. Con lo que les hemos traído podrán sobrevivir unas horas más, hasta que alguien venga. Los marineros no se opusieron a la decisión. Después de dos semanas, no les importaría quedarse unas horas más en el barco, con los víveres que tenían. Sacarlos de allí era inviable en aquel momento.
Dicho esto, el hombre del pelo negro y la mujer de los ojos verdes volvieron a subirse a su barca. El oleaje es más fuerte que antes. Observó el hombre. O puede que al no llevar carga la barca sea más sensible al movimiento del agua. Corrigió la mujer. Desatado el cabo que los unía al barco pesquero, los remos se pusieron en movimiento y al cabo de unos minutos dejó de verse el pequeño bote en medio del mar. Desde donde estaban, no se distinguía la iluminación del pueblo, pero sí se notaba cierta claridad en la niebla que había de por medio en esa dirección, algo disipada, algo difusa.
Diez minutos interminables  pasaron, cuando, de repente, grandes olas comenzaron a embestir la barca desde uno de los laterales. El suelo estaba encharcado, pero aún podían navegar. Cada vez costaba más mover los remos, la barca estaba semihundida. Escucha. Dijo el hombre con tono imponente. Dentro de unos minutos, antes de que alcancemos la orilla, la barca se llenará de agua por completo y empezará a hundirse. En ese momento, con cuidado y sin soltarnos de ella, nos echaremos al agua y la pondremos boca abajo para desalojar el agua del interior. ¿Entendido? Entendido. Respondió la mujer, cada vez más asustada. Ambos temían por su vida. El día no podía ser más frío.
En aquella inmensa oscuridad apenas alcanzaban a distinguir el rostro del otro, apenas a un metro, pero el hombre conseguía orientarse. Por si pasa algo. Dijo el hombre. Recuerda que hoy el viento sopla en dirección a la costa. Hay una borrasca sobre el monte y el viento sopla hacia el interior. Si pasa algo, levanta el brazo y sigue la dirección del viento. Vale, haré lo que tú digas. Respondió la mujer. En qué momento había decidido seguir el descabellado plan de su conocido. En qué momento. Pudiendo estar en casa, con la calefacción pegada a los pies y tomando un té calentito.
El viento levantaba espuma sobre las propias olas y las hacía llegar sobre los ocupantes de la barca. La naturaleza que les dio sol durante toda su vida, que les regaló árboles y pájaros, alimento y bonitos paisajes, hoy les daba golpes con un agua gélida en medio de una oscuridad penetrante, más cegadora que cualquier destello de luz. Como predijo el hombre del pelo negro, la barca se llenó de agua hasta tal punto que comenzó a sumergirse. Decidieron en aquel preciso instante lanzarse al agua. Se veían algo mejor porque ya tenían la luz costera como referencia. Trataron de dar la vuelta a aquel pedazo de madera, pero era inútil. Aquellos listones de fresno eran demasiado pesados y la barca se acabó hundiendo antes de que pudieran darse cuenta.
Tendremos que volver nadando. Aseguró el hombre. ¿Qué? Dijo la mujer, poniéndose histérica solo de pensar en el frío que tenía. Quítate toda la ropa que puedas. Aquí no te protegerá del frío y te pesará más. Concluyó el hombre.
No llevaban salvavidas ni otra clase de artilugio para salir de aquella situación que su propio cuerpo. En paños menores notaron cómo podían resistir mejor la fuerza de la corriente y nadar de forma más eficiente.  Nadaron en paralelo durante aproximadamente quince minutos.
Cuando se hundió la barca se encontraban aproximadamente a tres millas de la orilla. Eso eran aproximadamente cinco kilómetros. Ahora estaban a dos millas. La mujer empezó a flaquear. Tras el mayor rato de su vida sumergida en el agua y con serios síntomas de hipotermia, empezó a decir que no podía seguir nadando. El hombre andaba igual de cansado, pero era más testarudo. Súbete a mí. La mujer se encaramó al cuerpo de su conocido y cargó sobre él el peso de ambos y un doble esfuerzo. Pégate y descansa, recibe mi calor e intenta mantenerte fuera del agua en la medida de lo posible. Dijo él. Pero así te cansarás tú antes y no llegarás a la costa. Replicó ella, haciendo uso de una empatía congelada por el viento. Lo sé. Respondió él. Lo sabía desde que se hundió la barca. En estas condiciones y a la distancia que estábamos iba a ser imposible que los dos llegáramos a tierra. Mi plan es que al menos tú lo consigas. Tiraré de ti hasta donde me sea posible y después seguirás tú. ¿Y qué pasa contigo? Preguntó ella, asustada. Tienes que aceptarlo. ¿Aceptar qué? Que serás tú la que llegue a tierra firme. ¡No! Replicó la mujer nuevamente. Que sí, que es la única solución. O llegas tú gracias a mi ayuda o perecemos los dos. Ni si quiera yo podría aguantar nadando hasta la orilla, aun sin tu peso encima. Lo que hago es permitirte descansar y coger aire para que puedas llegar hasta la arena. ¿Y cómo crees que te voy a dejar aquí solo? No voy a hacerlo. No vas a hacerlo. No hará falta. Desapareceré y harás como si yo no hubiera estado contigo. Créeme que podrás.
Entre tanta conversación al hombre se le empezaron a agotar las fuerzas. Las piernas y los brazos no respondían. Casi no podía respirar. La hipotermia estaba teniendo sus consecuencias. Media milla para llegar a la costa. Empezaba a dar bocanadas, como si le faltara el aire. Le faltaba el aire. Cómo pudo haberse olvidado de los salvavidas. Lo más básico y elemental y se le había olvidado. Nada. Unos minutos más y nada. El hombre intentaba dar una brazada más, escapando de la idea que tenía en mente. Otra brazada, y otra, y otra, pero él solo, sin quererlo, vio que no podía ni consigo mismo. No se despidió. Dejó a la mujer de los ojos verdes flotando en la superficie, y antes de que ella pudiera darse cuenta, su conocido estaba nadando en dirección al fondo.
Con los ojos empapados y salados, no se sabe si por las olas o por las lágrimas, la mujer retomó su movimiento y prosiguió su travesía. Doscientos metros para la costa. Apenas distinguió el pequeño embarcadero del que partieron, empezó a nadar más rápido.
Eran exactamente las doce y media del mediodía cuando las manos inmóviles de la mujer agarraron el primer puñado de arena y sus pies insensibles se posaron sobre las rocas para llegar a lo alto de un pequeño terraplén en el que desembocaban las obras de la carretera comarcal.
Hospital, mantas térmicas, suero, médicos, agua tibia en una bañera, café caliente y una extraña sensación.
En una cama despertó la mujer, pero no en la del hospital, sino en la de su habitación, un domingo por la mañana. Eran las nueve en punto y el sol asomaba por el acantilado de Finisterre. Cogió rápidamente el teléfono y marcó el número de su conocido, el hombre del pelo negro, pero nadie contestó.
Encendió la televisión y puso el canal local de noticias. Las de por la mañana. Gracias a la información que supuestamente dio ella al llegar al hospital, consiguieron salvar la vida de dos marineros anclados a quince millas de la costa gallega, que sobrevivieron a dos semanas de aislamiento en el mar. ¿Pero no eran ocho? Se preguntó. No. Fueron quince.
En el perchero de la entrada de su casa encontró la manta que le dieron al llegar al hospital. En la televisión anunciaron el hallazgo del cuerpo de su conocido, encallado entre las rocas de un macizo a pocas millas de donde se encontraba el embarcadero. Pero aún así, y a pesar de todas las pruebas, seguían siendo las nueve de la mañana del domingo,
y el sol había salido.

De mi Madrid a mi cielo.

Qué tendrán esas calles...  que son tan internacionales, tan frecuentadas...  pero al final son sólo mías. Mías y de nadie más. Rincones que sólo son para mí. Allí voy cuando algún golpe de tristeza nubla mi corazón; allí voy cuando alguna llama se apaga en mi vida, allí voy cuando quiero estar conmigo mismo durante un rato. Mi lugar de evasión, mis rincones de evasión; calles por las que a cualquier hora puedo pasar, a cualquier hora me siento bien; calles que significan algo para mí...
Sí, señores, hablo del centro de Madrid.
Hablo de la mítica Puerta del Sol, de dar un paseo por Gran Vía, bajar por Preciados y por Montera hasta la plaza del reloj, coger Arenal y acabar en Ópera, llegar al Palacio de Oriente, observar sus dimensiones, los jardines, las estatuas, Carlos III asomando desde lo alto y La Almudena callada al otro lado...  de salir quizá hacia la Plaza Mayor y sentir libertad entre cuatro muros, de salir tal vez por la calle Carretas y dar a parar frente al teatro Häggen Dazs; de coger la calle Prado, visitar el Ateneo de Madrid y la sede de Cienciología, de regresar por Huertas, echar un vistazo a la entrada del Penthouse y entrar al Café Central y ahogar las penas con un cortado bien caliente...  sí, de eso se trata; de ahogar las penas con un café en la barra, mientras lees un un libro con las tapas forradas de papel marrón y escuchas ese mítico Jazz de los antiguos imperios coloniales... de salir de una zona antigua en dirección a Chueca, tomarse unas margaritas en un mexicano y regresar a la zona, quizá en dirección al Banco de España, al Museo Naval, al Instituto Cervantes, a Neptuno, hasta la Puerta de Alcalá...  recorrer a pie las paradas de metro y observar la inmensidad de una ciudad aparentemente tan pequeña...  de coger la Castellana hacia arriba y terminar en el Bernabéu, en Nuevos Ministerios, avanzar hacia Cuatro Caminos...   o ir en plan Retiro-Atocha-Barrio de las Tablas...  de ir a la Glorieta de Bilbao y tomar unas tapas en alguna sidrería...  y de todo esto al Cielo...   porque yo me siento en los escalones de la estatua de Carlos III y se me acaban los males escuchando al violinista del banco llovido mientras toca 'Hallelujah' al ritmo de un pequeño metrónomo, comprado a pocas manzanas, en alguna de las innumerables y preciosas tiendas musicales que invaden la zona... que a falta de carretera, buenas son esas calles.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Maneras de hacer el ridículo [ 1 ]

Definitivamente, eres gilipollas. Estás obsesionado con llorar, con ver películas dramáticas que te enseñen algo y con llorar, llorar y llorar. Para qué; por qué.
Odias que la gente te pregunte si estás bien, aunque lo estés deseando. No quieres decir que estás bien y que eres feliz, porque mentirías, y eso ya no te gusta hacerlo; pero si dices que estás mal, parecerás un desesperado que va buscando que alguien le preste atención para contarle las mierdas de su vida..   así que las escribes en este blog, que al menos si alguien se cansa de ti, cierra la página y no tiene que dejarte colgado mientras lloras por cualquier tontería. No te vale con pasar un mal rato o estar serio de vez en cuando...  tu ya estás directamente serio, eres aburrido para la gente, y cuando la cosa empeora, te pones a llorar. Lenta y discretamente, sin sollozar demasiado, pero tus ojos se empiezan a humedecer y ya no puedes decir que te sudan. Eso antes era normal, de vez en cuando...  pero ahora es un poco preocupante. Buscas películas de esas que te hacen llorar desde los primeros diez minutos, de las que te dejan marcado...  a lo masoquista, como si no tuvieras motivos suficientes. Alomejor te apetece ver cómo se deprime la gente por ahí, intentas encontrar algún indicio que te diga que tus motivos para llorar son insignificantes y que hay cosas más importantes por las que hacerlo. Tú tienes tus motivos, y nadie te los va a quitar, pero no crees que sean dignos de provocarte una solo llanto. Vas de sensible por la vida y lo cierto es que una simple canción te hace llorar, mientras hablas por teléfono se te escapa alguna que otra lágrima y lo único que quieres es romper a llorar de una vez por todas, a ver si acabas y te quedas agusto..  pero nunca es suficiente, porque ahora está oscuro. Sabes que está oscuro porque una vez viste la luz, y ahora no la hay...  ni la volverá a haber. Viste la luz de la ignorancia, de la felicidad gratuíta, de la niñez, de la inexperiencia, de la más absoluta certeza de que todo era perfecto y nada podía salir mal...   pero esa luz duró demasiado poco, y cada vez está más oscuro. Te han tratado tan mal que te cuesta asumirlo, te arrepientes de haber sobrevivido a todo aquello que ahora forma parte de un pasado que nunca desaparecerá. Y la gente sonriendo... cómo lo harán. Se supone que todos tienen tantos problemas como tú, o más...  y aún así son capaces de sonreír cada mañana y darte una lección de superación cada vez que te miran a los ojos, como diciendo: "eh, mira, que yo soy super fuerte y nunca lloro, soy demasiado fuerte como para que algo me haga perder la ilusión"; y se quedan tan anchos.
...y es un insulto que te vendan eso en la televisión. Que tu vida es perfecta, que no hay motivos para deprimirse, que tienes que aparentar que eres feliz en caso de no serlo...  pero a veces ves flaquear tus fuerzas y te cansas de sonreír cuando en realidad tienes ganas de llorar. Vaya, un recurso repetido. A veces piensas, qué pasa si ahora me da por dejar de ser un farsante...  pues que la gente te tomará por gilipollas, diciendo: mira, este va de víctima, se creerá importante y todo..."; así que no, no te lo puedes permitir...  salvo para la única persona que parece interesarse un poco por ti, la única persona en toda tu vida que no te ha tratado mal. Tú estabas acostumbrado a ser menospreciado, a ser tratado con hostilidad, con desconfianza, con dureza, con desinterés, sin respeto...   tan acostumbrado que ahora te duele que alguien se preocupe por ti y quiera hacer el sacrificio de ayudarte y de escucharte cuando tengas un problema, te duele y te cuesta comprender que alguien te haya dicho que pretende ser tu apoyo. Inaceptable. Prefieres seguir pensando que tú no eres digno de eso, que tú no te mereces eso ni nada parecido...   es la primera vez que alguien te da muestras de aprecio..  y correspondientemente, es la primera vez que quieres a alguien tanto que hasta te duele; la primera vez que amas a alguien más de lo que desea, y eso también te da miedo. Cuando todo se acabe, porque, según ella, se acabará, te pasarás las noches enteras llorando y empapando la almohada, como un puto colegial desconsolado y malcriado que sólo sabe deprimirse...  y te volverás a aficionar al café, y no dejarás de sollozar como una puta niña...  y entonces vas y le dices: Necesito un abrazo. Demasiadas primeras veces en muy poco tiempo. Nunca antes habías dicho a nadie que necesitabas un abrazo...   demasiado lo tienes que necesitar para decirle eso a alguien...  y entonces vas y lo dices, y te pones a llorar otra vez, como una magdalena, haciendo el ridículo a más no poder, y entonces todo va a peor, todo se vuelve más doloroso, más intenso...   y Rufus Wainwright no ayuda mucho que digamos...   y salir de clase en medio de la explicación para sentarte en la puta escalera con tus pensamientos tampoco es muy habitual, decirle después al profesor que necesitabas respirar, que últimamente no sabes qué te pasa...  es jodido.
Vas a comprar cualquier cosa con tu cara de depresión y, de repente, la dependienta deja de sonreír y pone cara de querer ayudarte, pero tú te das la vuelta y te vas, mirando al suelo, caminando como caminas tú, en plan tranquilo, en plan abatido, pero sin perder la dignidad. El cielo está gris, y eso te gusta, porque si estuviera azul, te jodería más. Te da envidia que los demás sean capaces de sonreír, aunque sea de mentira, y se puedan perimitir hablar de cosas banales sin ninguna otra preocupación.
En fin, que simplemente has descubierto que eres tonto, que tienes que madurar un poquito, aprender a vivir...   y esperar a que empiece a llover, que es lo que más deseas.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Y que no te vean llorar.

¿Recuerdas cuando ibas en aquel Nissan Almera Tino, descendiendo un puerto de montaña a las diez de la noche, escuchando "New kid in Town" y medio llorando por alguna razón desconocida?
Pues ahora no vas en un Nissan, pero es mucho peor. Ahora te ha dado con "Pienso en aquella tarde", de Pereza; "Timing is crucial", de Russian Red y "When you're gone", de los Cranberries.
Un doloroso estribillo en todas, absolutamente doloroso. Dicen por ahí que el amor duele, y que si no duele, no es amor...   pues tú, no sé si será amor, pero la verdad es que estás colgadísimo. Definitivamente colgado. Hala, ya se te están desbordando las lágrimas de los ojos. Puto sensible. Que ni los niños lloran así.
No es la falta de experiencia, ya habías estado con otras chicas...  algunas más guarras, otras más romanticonas...    alomejor es la novedad. Que ella es algo nuevo en todo. Algo desconocido y novedoso, algo que no conocías, algo que pensabas que no existía, al menos para ti. Por primera vez en demasiado tiempo, hay algo que no has calculado, algo que no puedes prever...     Antes eras predecible. Estabas de buen humor, de mal humor, triste, alegre...   pero tardaba su tiempo, lo podías regular perfectamente. Ahora no. Ahora eres incapaz de controlar eso que la gente de a pie llama corazón. Pasas de descojonarte de risa a llorar estrepitosamente en menos de dos minutos. Te has vuelto inestable, y eso no es malo, pero tampoco te gusta. Ya no tienes la seguridad de que no te vas a poner a llorar de un momento a otro porque sí, por recordar cualquier cosa o pensar en cualquier cosa. Ahora la echas de menos desde que vuestras miradas dejan de cruzarse. A todas horas preferirías estar con ella antes que estar donde estés, haciendo lo que sea.
Pero joder! Que tú antes tenías un vida, unas actividades, unos gustos, unas prioridades...   y ahora todo eso ha quedado en segundo plano. Todas tus prioridades se reducen a ella y al dolor que te causa no estar con ella o saber que algún día puedes dejar de estarlo.
Joder, que esa mujer viene del espacio exterior, que no es terrestre. Que es perfecta, por fuera y por dentro, que tiene el poder de acaparar toda tu mente y de destrozar tus más elaborados esquemas sobre cualquier aspecto de la vida. Y encima te quiere, se comunica contigo, y con ella tienes cierta confianza y una complicidad que no habías tenido con nadie. Puede que ella sí, y ahora no le resulte tan excepcional...  pero tú, tú estás perdido en un mar de dudas y sentimientos de culpabilidad, porque sigues pensando que no te mereces lo que tienes; aunque ella diga que es una gilipollez, pero sientes que hay cosas que nunca han sido para ti, y toma, a la mierda otro esquema.
Y encima si te da por pensar que no eres lo suficientemente importante para ella, que sólo eres uno más, el que tiene el turno actual, que tú para ella sólo eres un juego, también te equivocas...   pero no quieres mantener la boca cerrada porque te da miedo no ser sincero...  y entonces ella se enfada y tú te quieres morir.
Que parece que tienes diez años y no sabes cómo actuar con ella...    bueno, puede que eso sea verdad. Que la física cuántica y las ecuaciones no sirven para resolver estas cosas...  Que se supone que ella para ti debería ser simplemente otro juego, un entretenimiento, una diversión, un llaverito de fin de semana...  pero de eso nada. Que tu cabeza se lanza al vacío cada vez que ella no te llama y tu corazón se arruga cada vez que no estás a su lado...    adónde iremos a parar.
Punto primero de la depresión, escrito.
Y cuál es el otro. La puta Navidad y la puta mierda de familia (con todas las letras) que tienes. Padres divorciados, abuelos divorciados, los otros abuelos se quedaron en el siglo pasado y sus hijos se odian a muerte. Tu madre te intenta educar mediante prejuicios y entre tus tíos se manifiesta más odio que entre los dos bandos de la Guerra Civil. La organización de cenas y comidas navideñas decae año tras año. Cada vez es más catastrófico y más doloroso ponerse una camisa y salir a hacer el paripé durante un rato para pasar el trago. Que se supone que la gente hace fiestas y quedadas para pasarlo bien y celebrar que están todos juntos...  y en tu familia no hacen más que insultarse, guardarse rencores, decirse gilipolleces.
Que ahora te has dado cuenta de que prefieres cenar solo en tu casa, a oscuras, y ver las campanadas en la televisión sin más compañía que tu perro antes que ir a alguna casa con un denso ambiente en la que te vas a pasar la noche mirando el reloj para saber cuándo podrás salir corriendo. Vaya mierda de ejemplo que te están dando. La concordia, la solidaridad, la comprensión, la tolerancia...   una mierda. A ti lo único que te enseñan es a tener prejuicios, a guardar rencor, a ser vengativo, a no perdonar, a no olvidar...   y así les va. Y lo que más te duele es que sientes vergüenza por tener esa familia.
Que dicen que la Navidad es lo más bonito que puede haber para celebrar en familia...  y si te falta la familia, ni Navidad ni hostias. Lo único que esperas de ese mes el año es el poco dinero que te dan de aguinaldo para gastártelo en tus propios regalos, en algo que sólo quieras tú No debes a nadie ningún agradecimiento y lo único que se merecen todos es perderte de vista. Que lo peor de todo no es tener una mala situación. Lo peor es partir de una buena situación y ver cómo se va degradando todo a medida que pasa el tiempo. Que hay gente que apenas tiene a alguien y es feliz; y tú, con toda la familia que tienes, y lo último que quieres es ver la cara de esos inmaduros que a sus años canosos lo único que han aprendido es a discutir.
Y para dejar de deprimirte al pensar esto, cambias de tema. ¿Cuál? Ella. Hala, otra vez a empezar. Alomejor haces balance y descubres que no te conviene...  que te trae más males que bienes...  que sufres por ella más de lo que puedes soportar...   que te duele pensar que algo puede salir mal y puedes perderla...  y te duele más que otra cosa...  pero ya es demasiado tarde. No puedes hacer ese balance. La decisión está tomada: la quieres, y punto.

Love hurts...  sometimes too much for human beings.



jueves, 2 de diciembre de 2010

Luz, calor, esperanza, amor y soledad.

¿Es que no os vale con Mounier, ni con Nietzsche, ni con Hegel? ¿Es que en los libros no os explican suficiente historia, ideologías, filosofías y demás patrañas que ha inventado el hombre para defenderse de sí mismo?
No. Nunca ha sido suficiente, ni lo será.
Y a estas alturas de la madrugada no creo que haga falta ponerme a escribir enormes parrafadas para expresar el inconformismo, el cual considero generalizado, que existe respecto a TODO. ¿Es mejor la izquierda o la derecha? ¿Capitalismo, comunismo, democracia, autocracia, anarquía? ¿Paz, violencia, guerra, amor, respeto, racismo, proteccionismo, cultura, ignorancia?
Qué más da, si al final acabaremos todos muertos de la misma forma y lo único que necesitamos es buscar algo que nos haga más llevadero el paso por la vida.
Ninguna de las soluciones anteriormente enumeradas es mejor que otra. Todo depende del lugar de nacimiento de cada uno, de su posición social, de sus intereses y de su personalidad. No voy a defender ni a atacar ninguna. Yo me quedo con una mezcla entre John Lennon y Paul Simon. No necesito más. 
Vivo buscando películas que me emocionen, canciones que me hagan sentir algo especial, olores y perfumes que me recuerden lo que pretendo ser, besos que me acerquen al reflejo de mi deseo, miradas en las que ver el interior de mi alma, sonidos que oculten el ruido que hacen los gritos de mis desesperación, sexo que me aísle térmicamente del frío que gobierna el mundo y un poco de maquillaje por si alguien me ve llorar. Y ya si lo mezclo todo, me muero. No sé si de placer, de locura, de un ataque al corazón, de ceguera, de deshidratación, de asfixia o simplemente de pena.
Anda, mira! Vagando entre estupideces mal cohesionadas he llegado a un detalle que me gustaría aclarar. Al fin un poco de orden.
Muerte + yo = a tomar por culo todo.
Yo siempre he pensado que más allá de la muerte no hay nada. La persona deja de sentir, de pensar, de existir. Pasa de ser una persona a ser un montón de materia interte. Fin de la historia. Pero hace poco alguien me comentó algo muy llamativo, aparentemente simple, que me hizo replantearme algunos conceptos. Me dijo que la inmensa mayoría de las personas, ya seamos ateas, creyentes, o lo que sea, creemos, aunque no queramos, en alguna especie de trascendencia después de la muerte. Aunque no queramos aceptarlo, como es mi caso, creemos que cuando alguien cercano muere, no se va del todo. Que siempre quedará algo de esa persona en alguna parte, que nos ve, que nos ayuda, que nos quiere. ¿Desde dónde? Desde el cielo, desde el recuerdo..  cada uno como quiera verlo. Supongo que es algo meramente psicológico, algo natural que experimentan casitodos o una gran parte de los seres humanos. Y de hecho, aunque me cueste asumirlo, debo resignarme y reconocerlo. No creo en dios, ni en la reencarnación, ni en los espíritus, ni en el alma...  pero para mí también es así. Cuando alguien se va, no se va del todo. No sé en qué sentido, pero siempre queda algo. Especialmente cuando hay alguien que lo recuerde o lo aprecie.
Aunque para mí existe cierta manera, algo peculiar, no sólo de entender esto, sino de practicarlo. Tengo muertos, como casi todo el mundo. Se me han muerto amigos, familiares, o seres queridos. Algunos más queridos que otros, se han ido. Pero yo no les llevo flores y las pongo sobre una lápida. Nada de flores. Odio las flores. Las flores son para los vivios, para las novias, para el amor, para la felicidad.  Yo a los muertos les pongo otra cosa. A los muertos yo les pongo una vela. Pero no en mi casa. Camino por la noche a algún lugar significativo que tuviéramos en común esa persona y yo y enciendo una vela, que quedará encendida hasta apagarse. Les hablo, a veces sí, a veces no. Les echo de menos, siempre. Tengo la ilusión de que regresen a mi lado..   no. Ni la ilusión ni la esperanza, pero sí el deseo.
Y la gente puede pensar que esto es una gilipollez, que es una memez pensar en algo así. Que alguien que ha muerto vuelva a mi lado. Vale. Sí, puede ser una tontería, pero entonces no entiendo por qué la gente se emociona con películas en las que un actor, tras una larga trama, un estupendo guión y un papel impresionante, después de una hora y media de película, decide hablar con algún muerto o soltar un discurso por el estilo. Esas en las que muere alguien y vuelve desde el "más allá" y dice un par de frases emotivas a algún personaje. Si lo anterior fuesen tonterías, nadie se emocionaría con películas de ese estilo...   pondré un ejemplo claro: Cadena de favores. Cualquiera con un poco de sensibilidad habrá sentido un mínimo de emoción cuando muere el niño y toda la ciudad hace cola a las puertas de la casa para dejar una velita encendida a los pies de su madre, mientras el cabrón del director de la película se ensaña con nuestro corazoncito bombardeándonos con Calling all Angels a todo volumen, cantada por Jane Siberry mientras los cámaras enfocan a cada uno de los personajes.
Por eso y por lo expuesto anteriormente, una vez que yo muera, ya le he dicho a todo el mundo que no quiero que nadie me lleve flores a ningún sitio. Que yo lo que quiero son velas. Que dan más calor y más luz que las flores. Yo no lo veré ni lo sentiré, pero la persona que me deje una vela sí lo hará. Verá lo que he venido representando hasta el momento de mi muerte: luz, calor, esperanza, amor y soledad.
Dios mío, tengo que dejar a Nietzsche, o me acabaré volviendo loco, tanto o más que él.

De ahora en adelante espero tener madrugadas menos desastrosas y no martirizaros con esta clase de disquisiciones extrañas sobre el sentido de una vida vacía.