martes, 7 de febrero de 2012

Delirios de un neurótico

Resulta extraño intentar clasificar el tipo de sentimientos que inspiran tales malos gestos, cada vez mayores, cada vez más desmedidos, hasta el punto en que una persona te hace dudar de su propia identidad, de la tuya, de dónde coño habías sacado expectativas tan grandes que han caído tan a plomo, más bajo si cabe, de lo que está escrito en las leyes de lo posible. Resultaría absurdo, o probablemente vergonzoso por lo que alguien ha intentado que pienses de ti, pretender reflejar en cualquier tipo de expresión pretenciosamente artística cualquier resquicio de la rabia que aún te queda, rabia que en su día fue un intento frustrado de canalizar ese puto amor que no sabes dónde meter, pero que, a partir de ciertos indicios, cada vez estás más seguro de dónde no lo vas a meter. Y no es el desprecio lo que más te jode. Es el hecho de pensar que hay cierto malentendido en algún lugar, y eso, alimentado por el desdén y la indiferencia de quien no merece a estas alturas ser citado, hace que hayas perdido todas las ganas de volver a defenderte, porque abandonaste la guerra, aun mucho después de que dejara de merecer la pena estar en ella. Y ahora, menos que nunca, lo merece. Sólo quedan las ascuas medio apagadas de un fuego que, a día de hoy, empiezas a dudar si alguna vez existió, porque lo único que puedes recuperar de él son recuerdos amargos y residuos químicos muy desagradables, casi mortuorios, de lo que separó tu imaginación de tu esperanza, tu fortaleza de tu ilusión, y lo más grave, tu dignidad de tu orgullo.
Y sin embargo, en cierto modo, podrías llegar a reconocer el lado positivo de algo tan destructivo a priori, pues además de la tranquilidad individual de quien se deshace de una gran carga, por necesidad propia y ajena, con esfuerzo propio y ayuda no solicitada, has logrado desprenderte de los únicos reparos que podrían, en otro caso, herirte tras ese desgarro, tan violento y tan silencioso al mismo tiempo, tan repentino y, queriéndolo o sin quererlo, tan esperado, tan agónico. No es rabia lo que te queda. Es frustración por haberte visto como te viste, durante tanto tiempo. Frustración por no haber sabido cómo iba a acabar todo, pues de haberlo sabido, el mes de abril habría diferido en algo mucho más productivo, y por qué no decirlo, infinitamente más sano.
Tú, que nunca quisiste aceptar que todos los demás fueran tan egoístas y necios por alguna oculta razón común que te negabas a descubrir, ahora la has descubierto. Ahora es cuando sucede el dilema de si, como sería esperado, resignarte a pertenecer a esa parte que tiene su razón común y más que justa para ser lo que nadie va a cuestionar, o seguir luchando en contra de la corriente, en contra de los tiempos, incluso en contra de tu propia conveniencia.

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