martes, 8 de octubre de 2013

Madrid

Recuerdo una de aquellas veces que fuimos a Barcelona. Una de aquellas innumerables veces que nos metieron en un avión, sin preguntarnos si queríamos ir, sabiendo que allí nadie nos preguntaría si queríamos volver. Solíamos viajar con miedo; cada vez nos esperaba algo distinto, aunque siempre era igual. No sabíamos dónde íbamos a estar, o quién iba a formar parte de cada ocasión, en casa de quién íbamos a estar, cuánto tiempo pasaríamos solos o en compañía de alguna desconocida, o con qué excusa. Sólo sabíamos que había un billete de vuelta,  lo que pudiera suceder hasta tal fecha no lo sabía nadie, y cada vez era más esperpéntico.
Sin embargo, no vengo a describir aquellas temporadas en lugares de cuyo nombre no quiero acordarme. De aquella vez en particular recuerdo el regreso. Y tanto que lo recuerdo. Fue un viaje en coche, y en aquellos años convulsos y sin pulso no puedo negar que la carretera era uno de los únicos entornos en los que me sentía a gusto, por no decir el único. Recuerdo que en una de las paradas, al volver al coche, empecé a decir que no quería volver. Nadie lo entendía, yo el que menos. Y aquello me perturbaba. Todo el viaje en silencio. Y al llegar a Madrid todo el mundo se echó a temblar. Recuerdo, como el resto de las veces en el aeropuerto, el recibimiento de mi madre con los ojos húmedos; nunca entendía por qué lloraba cada vez que volvíamos, si no habíamos ido a la guerra; ahora lo entiendo perfectamente. La peor parte fue al entrar en casa. No la reconocía. No reconocía mi habitación como mía; miraba a mi madre como si fuera una completa desconocida No reconocía su voz, ni su cara, ni sus palabras. Pero era mi casa, joder. Lo único que tenía entonces. Ella se asustó muchísimo, y le llamó corriendo. Bajé y me dio una vuelta en el coche. Yo explicaba que no quería estar allí, que quería volver a Barcelona y vivir con él. Me tranquilizó y me llevó de vuelta a casa. De alguna manera, como solía hacer en escasas ocasiones como aquella, con pocas palabras me hizo entrar en razón, en un proceso de asimilación extraño. Siempre fue alguien absolutamente ausente que, al mismo tiempo, tenía un gran e inexplicable poder emocional sobre mí. Y tengo miedo de que, de alguna manera, siga siendo así.
Al cabo de unos días todo se normalizó, poco a poco fui identificando los rincones de mi habitación y la convivencia con mi madre, aunque todo parecía nuevo, como si fuera un sueño. Los pocos que había a nuestro alrededor, los pocos que quedaban en la familia, intentaban ayudar. Intentaban hacer que me sintiera bien. Pero yo tenía otra preocupación, algo que me quitaba el sueño, me quitaba el habla. No sabía quién era, ni qué hacía allí. Era una desesperación constante no saber por qué pasaban todas esas cosas. Por qué teníamos que ir secuestrados cada cierto tiempo a un entorno que no era el nuestro, con alguien que no nos conocía, a ser tratados de una manera que no nos merecíamos, para después volver y que todos intentaran fingir esa estabilidad que nunca existió.

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