martes, 26 de noviembre de 2013

Such a fright

De repente un día te acuestas, y te das cuenta de que tienes las manos llenas de ceniza. No sabes muy bien si de todos esos cigarrillos que te has fumado antes de darte cuenta de que te has quemado los labios, o de todas esas despedidas que ardieron entre tus manos, o si éstas se han erosionado demasiado rápido durante las guerras vacías que nunca supiste abandonar a tiempo. Quizá sean de alguien que ha muerto a tu lado sin que nadie se diese cuenta, lentamente, con los ojos abiertos y los pies aún en movimiento, en dirección hacia quién sabe donde, pero lejos, siempre lejos. Quedan en tus dedos esos restos polvorientos y oscuros de aquello que un día se volvió frágil, se desintegró en silencio y perdió para siempre su esencia, y lo que queda, pasados los meses y los años, es una burda recreación emocionalmente rota y amarga, blanca y gris, y que poco a poco va desapareciendo en el viento; sólo eso, ceniza.
Te hablan de actitudes positivas, de sonreírle a la vida, de ser fuerte.. Pero tú te preguntas, qué cojones va a saber de la vida alguien que nunca ha recorrido decenas de kilómetros vagando sin rumbo por una ciudad vacía y gélida, sin un mísero céntimo en la cartera, durante demasiado tiempo como para recordar a qué sabe la compañía, ni el sonido de un suspiro al llegar a casa, ni el significado de la palabra hogar, sin saber adónde han ido los que algún nebuloso día se hicieron llamar amigos, que por no quedar, no quedan ni enemigos de los que huir.
Siempre con esa obsesión, huir. Pero no es la palabra más apropiada. Ni si quiera es una puta palabra; al final es el resultado de nada, un modo de vida sacado de algún sitio en el que ya no cabía nada más. Ni si quiera sería correcto emplear ese término cuando huir es lo que hay detrás de cada cosa que se hace, que ir al trabajo es huir de casa, y volver a ella es escondernos de un mundo hostil que parece más oscuro entre desconocidos; tocar unas notas reprimidas en la guitarra no es otra cosa que intentar acallar ese silencio ensordecedor que queda después de cada discusión, al final de cada guerra, en el fondo del puto vaso. Y de eso trata el frío a veces, supongo. De meternos a veces un poco más de miedo en esa huída constante, de hacer que lleguemos a paso acelerado, que nos broten las lágrimas antes de escuchar una sola palabra de ella, o de él, y que, cuando lleguemos al último lugar que nos queda, sólo nos queden fuerzas para decir "oh, they gave me such a fright", y derrumbarnos después, ahí, en medio de alguna acera fría, al borde de la calzada, delante de alguna puerta que no sabemos si, al menos esta vez, habrá abierto alguien desde dentro.

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