sábado, 31 de mayo de 2014

El rostro de la ingratitud

Si algo he aprendido a lo largo de los años, a más recientes, más lúcidos, es a observar; seguramente una habilidad bien heredada, de lo poco bueno que se podría decir que he heredado. Y en otros asuntos no sé, pero en identificar la necedad y los agravios no se me escapa ni una. Figúrate, para eso, lo que tiene que haberle sucedido a uno. Pero es útil, al menos.
Ciertamente no sé qué puedo pretender con una manifestación prosaica de este calibre, si las utilidades básicas de esta clase de enunciaciones quedan completamente anuladas en cuanto se cruzan con el innombrable conjunto de nefastas características que reúnes para ser digno de una declaración tan despectiva, y no sin motivos. El único fin que puedo perseguir es el que sé que puedo lograr, para mí mismo, utilizando la escritura ácida de pasajes delicados como herramienta para cerrar cajones, poner puntos finales bien localizados; ordenar la mierda, como vulgarmente podría decirse.
Sobra describir cualquier particularidad en el ponzoñoso rastro de destrucción e incoherencia que has logrado acumular (y sigue en aumento) a lo largo de tu reprochable vida, sin dejarte un sólo rincón por envenenar, ni una sola persona por decepcionar, incluso tras desdeñar las numerosas e inmerecidas oportunidades que en cada ocasión has recibido; y eso, en mi país y seguramente en cualquier otro, te define irrevocablemente como un ser indigno, o, si nos ponemos detallistas y precisos, absolutamente digno de cuantas intranquilidades tienes en la conciencia y de todos aquellos tratos y aprecios que has perdido. Sobra cualquier detalle en el que divagar del argumento principal, de sobra justificado y convencidamente apoyado por cualquiera que conozca uno sólo de esos pormenores, porque de la misma manera que de forma objetiva y racional cualquier mente en su sano juicio respaldaría las conclusiones y desafectos resultantes de esta triste historia, yo también apoyaría, en mi caso particular y de manera emocional y subjetiva, por mi condición de involucrado, cualquier juicio cruel y desasosegado que pudiera alzarse. Y concluyo, que todo ello sobra y no necesita siquiera mención detallada por una simple y sólida razón de la que, estoy orgullosamente convencido, nadie lograría despojarme ni en la más remota de las circunstancias. Y dicha razón, y en ella se basa toda mi irritada tesis, es que tengo más clase, más educación y más dignidad que tú. No debo nada a nadie: ni dinero, ni favores, ni disculpas. Y aunque tú me debas infinidad de dinero, favores, disculpas y otra serie de incumplimientos que en un inimaginable caso idóneo estarían muy lejos de ser revocados, no tengo la necesidad de reclamar nada de eso. Y más allá de eso, carezco fríamente de la voluntad de aceptar cualquier disculpa, compensación, o burdo intento de desagravio, por indigno, tardío, falso e inútil.
Además, y para ser fiel a mi opinión debo incluirlo también, te debo algo que casi nadie tiene y me hace sentir todos los días orgulloso de lo que soy: eres el mayor ejemplo posible de todo aquello en lo que no quiero convertirme, de todo aquello que deseo evitar. Y eso, por triste que resulte, es una maravillosa e inimitable garantía de que haga lo que haga, será admirable.

Por último, y de manera acorde con tu cobardía, te aconsejo que no te atrevas a volver a poner un pie en esta ciudad. Aquí no eres bien recibido. Ni lo serás allá donde yo esté. Recuerda bien estas palabras, porque esta es la última vez que yo te escribo.

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