sábado, 26 de junio de 2010

La vida es como un vuelo, un flight.

Durante la gestación, vamos cargando el equipaje y la tripulación. Nosotros somos el comandante. Cuando nacemos, despegamos, en busca de un rumbo. Poco a poco, en los primeros años, vamos cargando combustible, nos vamos haciendo más fuertes, nuestro avión se transforma, evoluciona, crece, cambia de piezas. Todo esto en función de nuestra actitud frente al mundo. Durante nuestro proceso de educación, lo que hacemos es recibir informes por radio acerca de la meteorología, coordenadas, detecciones del radar, impresos cartográficos, todo aquello que nos servirá en el futuro para encontrar una ruta. A lo largo del ascenso, nos vamos encontrando con personas. Algunas de ellas se convierten en nuestros amigos y se meten dentro de la nave, esperando a que los auxiliares de vuelo, que son nuestra personalidad y nuestro sentido común, los coloquen en su lugar correspondiente. A los más pesados, los ponemos junto a las salidas de emergencia, por si hay que echarlos en un momento dado. El que tiene suerte se convierte en nuestro mejor amigo, entra en la cabina y pasa a ser nuestro copiloto, nos aconsejará sobre qué decisiones tomar y se quedará ahí dentro mientras le resulte interesante el rumbo que llevamos. Posiblemente este copiloto tenga vértigo y, a medida que adquirimos altitud, puede que intente hacernos descender, convencernos de la altura y el éxito no son para nosotros. En ese momento podemos obedecer y moderar la altitud, o echarle de la cabina y continuar con nuestra escalada.
Hay quienes no dejan de ganar metros, alejándose cada vez más de la superficie terrestre. En este caso, es difícil que tengamos buenos copilotos, porque la mayoría sólo se suben a aviones fracasados que vuelan bajo, de forma que siempre puedan ver el suelo y distinguir dónde se quieren bajar.
Otros llegan a una altitud y se quedan en ella, aprietan el botón de mantener la altitud, apagan el indicador de cinturones de seguridad y dejan que todo el pasaje se mezcle con ellos. Tienen una familia, un trabajo, una estabilidad asegurada de la que difícilmente podrán moverse. Con un poco de suerte se enrollarán con la más guapa de las azafatas en el armario del capitán, es decir, conseguirán hacer algún descubrimiento con ayuda de su conciencia. Y si la suerte continúa, esa azafata, llamada talento, dará descendencia en forma de algo comercialmente atractivo. Un libro, una canción, cualquier cosa.
Durante la juventud volamos sobre tierra. Tenemos la seguridad de que si alguna vez nos fallan los sistemas de orientación, o se nos acaba el combustible, o la cabina de pasajeros se queda vacía y necesitamos bajar un poco para captar clientela, siempre habrá algún lugar donde aterrizar. Esa es la seguridad de la juventud. En el peor de los casos, tendremos que saltar en paracaídas, y caeremos directamente sobre la cama de nuestros padres, que nos arroparán y nos comprarán un avión nuevo.
Una vez que la juventud se acaba, o nos independizamos, o nuestros padres desaparecen, es cuando comenzamos a volar sobre el mar. La línea de la costa empieza a quedar atrás y las turbulencias se empiezan a notar. Alguna que otra borrasca, una tormenta por aquí, una despresurización por allá, pero con un mecánico llamado dinero, podremos reparar esas imperfecciones que pretenden derribarnos.
Es notable cómo las personas que vuelan a menor altitud, son las que tienen más amigos, más pasaje de baja calidad. Gente que ha pagado poco por su billete, porque su vuelo no va muy lejos. Y por el contrario, las personas que vuelan muy alto, o que ascienden a gran velocidad, son las que se van quedando solas. Los copilotos son cambiados continuamente, la mayoría no han sido instruidos para conocer las señales detectadas a esas altitudes. Los que no distinguen el norte del sur, se confunden con las nubes o no saben leer el manual de instrucciones. Lo que todos saben muy bien, es leer el indicador de velocidad vertical, el que nos dice si subimos o bajamos, y a qué velocidad. En cuanto ven que la cosa empieza a subir, se echan a temblar. Los que no salen por su propio pie, se los lleva el viento, pero casi todos desaparecen. Es muy difícil encontrar un copiloto (y mucho menos un pasaje) que se atreva a volar a gran altura. Los pasajeros necesitan mucho dinero para comprar un billete para nuestro avión, para un vuelo que apunta muy lejos. Además, también resulta arriesgado. Cuando uno vuela muy alto, la caída puede ser peor. El más mínimo fallo y adiós. Los que vuelan a ras del suelo tienen oportunidad de salvarse. Con un poco de suerte, el avión no se romperá al tocar el agua salada del mar, y alomejor alguien generoso tiene una balsa hinchable o un hidroavión con el que volver a remontar el vuelo. Pero a más de quince mil pies, es muy difícil salvarse. Los que decidan tirarse en paracaídas, morirán asfixiados por las deudas económicas de su imprudencia antes de alcanzar la troposfera. Los que se queden dentro, se estrellarán contra el mar junto con el avión, algunos morirán ahogados. Nadie se salva.
¿Qué diferencia hay entre unos y otros?
Dos palabras: libertad y seguridad.

Los que vuelan por debajo de los cuatro mil, prefieren la seguridad. La seguridad de que tormentas como una pelea o una ruptura, no acabarán con ellos. La seguridad de que siempre habrá alguien que les acompañe ante las dificultades. Un copiloto que les diga por dónde se sale de la zona de turbulencias, cómo esquivar el anticiclón, o dónde está la isla más cercana. Pero, ¿y la libertad? La libertad está muy limitada en los aviones mediocres. Avionetas bimotor, con capacidad para poco equipaje. Si tienen suerte, poseerán un tren de aterrizaje de dos ejes. No tienen azafatas, todo el mundo puede subirse al avión, hacer lo que quiera. No necesitan que nadie les aconseje. Su velocímetro sólo alcanza hasta los ciento ochenta nudos, quizá doscientos. Su pista de aterrizaje no tiene por qué tener más de ciento veinte metros, con eso es suficiente. No podrán alcanzar grandes velocidades, ni presumir de cobrar mucho dinero por los billetes, ni elegir su rumbo en la mayoría de las ocasiones, porque vuelan entre montañas que tienen que esquivar.
Los grandes de la aviación tienen alas de doce metros, sólo el combustible pesa más que un avión de los pequeños. Pueden elegir el rumbo que quieran, porque a una gran altitud, se puede ver todo el paisaje. Se puede ver lo que hay en cada lado, dónde acaba la costa, dónde empieza el amanecer, cuántas horas quedan de sol, cuántos aviones hay por la zona. Las tormentas se quedan por debajo. Ni si quiera los pájaros pueden asustarles. Algunos pasan desapercibidos, son silenciosos, pero hacen una gran obra por la humanidad. Otros hacen ruido y todo el mundo se entera cuando están pasando por encima. Esa es la libertad que tienen los grandes, a no ser que hayan sufrido algún daño en los sistemas de navegación o haya algún incendio dentro de la cabina, una espina clavada en el corazón, una disputa entre la conciencia y el tiempo. En cambio, la seguridad es casi ausente. Por eso pocos eligen elevarse tanto. La caída es más grande.
Lo que todos sabemos con seguridad es que nuestros vuelos acabarán en algún momento. El combustible y la empresa se acabarán y tendremos que dejarlo. Algunos aterrizarán en algún aeropuerto, se despedirán cordialmente del pasaje y volverán al desguace.
Otros menos afortunados tendrán un accidente y acabarán enfadados con sus amigos, su familia y consigo mismos, ya que los auxiliares de vuelo se quejarán de las maniobras que han llevado al vuelo a acabar en una catástrofe.
Pero precisamente ese balance final, el que decide si ha merecido la pena el vuelo, y si se ha hecho todo lo que se podía hacer, es la diferencia o el equilibrio entre las cuatro variables: vuelo bajo, aterrizaje; vuelo bajo, catástrofe, ó vuelo alto, catástrofe; vuelo alto, aterrizaje. De aquí se puede deducir cuál es la mejor de las opciones y cuál la peor.
Que alguien se pase la vida volando bajo seguro y se acabe estrellando, es muy deprimente, al contrario que pasarse la vida volando alto y buscando la libertad consiguiendo al final aterrizar correctamente y sin accidentes, lo cual tiene mucho mérito.


¿Es que nadie tiene curiosidad por ver lo que se ve desde ahí arriba? ¿Nadie quiere saber lo que se siente al notar el calor del sol en un día lluvioso, porque las nubes están por debajo? Claro que algunos no se atreven a asomar el morro un poco más allá, hacia las alturas.
Algo deberíamos aprender los humanos, que paradójicamente nos pasamos la vida volando en
aviones trasatlánticos y de gran envergadura sin haber probado nunca un bimotor de seis plazas.



...y decía Franklin: "Los que renuncian a la libertad por un poco de seguridad transitoria, no merecen ni la libertad ni la seguridad"... aunque todos tenemos derecho a volar.

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