viernes, 2 de julio de 2010

"Todo el mundo" (1ª parte)

Todo el mundo debería ser feliz. Todos deberíamos pasarnos el día cantando canciones alegres, expresando nuestra euforia. Todos deberíamos ayudar a los demás continuamente.
En la sociedad actual todo está pensado para que seamos felices. Todo está diseñado para complacernos, para acomodarnos, para hacernos vivir bien, al máximo, a todos. MENTIRA.
Ciencias aparentemente tan aburridas como la economía, la sociología, la psicología y la política son las únicas que nos pueden salvar del desagüe sin fondo que nos amenaza, o al menos nos pueden ayudar a comprender cómo colocarnos para que la caída sea lo menos dolorosa posible.
A veces resulta aburrido leer y escuchar a tantos catastrofistas hablando de que todo es un engaño, de que somos víctimas de la parte mala de nuestra propia conciencia y que estamos destinados a un final cruel por el que nadie va a derramar una lágrima. Puede ser. Puede ser molesto que cada vez se hable más de la desgracia que nos acecha a todos en los años del futuro de cada uno. Puede causar incomodidad el hecho de pensar que el misterioso y azaroso destino nos ha reservado a cada uno un final personalizado en el que cada cual será menos afortunado que el anterior en caer, porque todos "acabaremos pagando por nuestra culpa". ¿Qué culpa? Podemos ser culpables por dos cosas: Por causar el mal, por contribuir a esta desgracia común de la que voy a hablar, participar en el maléfico trazo de la mano que dibuja el futuro, ser parte de la trama... o culpables por no hacer nada. Esa puede ser una culpa mayor. Sí. No hacer nada. ¿Pero qué podemos hacer, si a escala individual somos completamente insignificantes? Y una mierda. Lo mínimo que podemos hacer a escala individual es darnos cuenta de lo que pasa. Indagar un poco, mostrar algo de curiosidad. Luchar contra nuestra pereza.
Ya no hablo de luchar contra la corriente -aunque hay quien lo consigue-. No hablo de intentar cambiar el mundo, ni si quiera de cambiar a los demás, ni de cambiarse a uno mismo. Simplemente hablo de que la mayor parte de la culpa no reside en aquellos que idearon el sistema de la ruina total, ni en los que por miedo decidieron contribuir a su construcción. Hablo de que la CULPA reside en todos aquellos -que son la mayoría- que nunca lucharon por descubrir de qué eran víctimas, quién decidía por ellos, para qué estaban ellos dondequiera que estuvieran, de qué formaban parte.
Tú mismo. ¿Te has parado a pensar de qué formas parte? A ver... formas parte de... una sociedad basada en el capitalismo compulsivo en el que cada persona sólo es capaz de luchar por sí misma, pensando en su propio beneficio, trabajando para su propio bolsillo, para lograr engrandecer sólo su propia imagen. ¿Qué cruel suena esto, verdad? ¿Cómo es posible que las personas sean tan insensibles, tan egoístas? Igual estoy generalizando demasiado, dramatizando.. pues no. Incluso estoy intentando contener la ira de mi certidumbre sobre lo que no sé si es un océano o un abismo. El hombre es cruel. Eso sí es generalizar.
El hombre se ha vuelto cruel a lo largo de la historia, pero todo empezó en un lejano momento. Así a rasgos generales, podemos entender que el hombre, que desciende de las ramas homínidas de los primates, empezó a desarrollar su cultura una vez que aplicó su inteligencia mental para almacenar sus logros y tener tiempo de investigar otros. Los humanos empezaron a construir armas para cazar, utensilios para sacar más partido a los alimentos, aprendieron a almacenar comida, a protegerse de los peligros de la naturaleza, a comunicarse... así poco a poco nació una población creada por grupos primitivos que se ponían de acuerdo para sobrevivir en comunidad. Poco a poco la reproducción se fue optimizando, la raza humana se expandió, empezó a evolucionar. Entonces el territorio se quedó pequeño. Las zonas fértiles y atractivas empezaron a ser disputadas y se nos ocurrió crear sistemas de organización más complejos para ser capaces de repartir los bienes existentes de forma justa y comprensible. El que tenga más fuerza se queda con lo que hay. Los grupos empezaron a armarse, a crear consecuencias ofensivas contra otros miembros de su misma raza y así empezó la propia competencia entre los hombres. Es difícil saber en qué momento el hombre adquirió conciencia de sí mismo. Posiblemente en el momento en que comenzó la escritura. A nivel de evolución, en todo el reino animal, el instinto se va cambiando por conciencia, proporcionalmente. Los insectos, desde que nacen, ya saben cuál es su trabajo y cómo lo tienen que hacer. Poco a poco, las especies se van sofisticando hasta llegar al hombre. El hombre es el último eslabón de la cadena evolutiva, y por tanto, es el mayor ejemplo de esta inversión del instinto. Los humanos somos los seres que más tardamos en ser físicamente independientes. Somos los que más tardamos en conseguir nuestro propio alimento, los que más dependemos de nuestra madre. Apenas sabemos respirar y tragar cuando a nuestras alturas, otros animales ya saben distinguir el peligro a distancia. Ahí está la razón de todo. En consecuencia, estamos completamente desprovistos de instintos. Es demostrable. Pero, como he dicho, ahí está la razón de todo. Psicológicamente somos unos dependientes. Desde que somos pequeños, al igual que el hombre en sus primeros siglos de historia, actuamos en función de los estímulos que nos llegan del exterior, ni si quiera tenemos conciencia de nosotros mismos. No hace ni tres mil años que el hombre aprendió a tomar conciencia de sí mismo. Poco a poco aprendimos a diferenciarnos de la naturaleza, a asumir que somos entes capaces de obrar, capaces de elegir entre las determinadas consecuencias de nuestros actos.

[Y por favor, lo digo desde ya, que no quiero ser ningún copiota. Esta entrada es total y literalmente mía, este texto ha sido enteramente redactado por mí, pero quiero remitir estas ideas sobre la libertad, la conciencia, la evolución psicológica del hombre en la historia y la sociedad al psicoanalista y escritor Erich Fromm y a su ensayo sobre El miedo a la Libertad del hombre a partir de los años cincuenta, cuando fue escrito su libro. Gracias de corazón y compréndase que esta es una aplicación a mi propia visión del mundo de las sabias palabras de este autor]

Y aquí está precisamente el cambio, la evolución, la diferencia. En esta reacción se resume todo. Cuando adquirimos conciencia de nosotros mismos, aún de manera primitiva, se despertó en nosotros algo muy básico, pero a la vez muy decisivo. Conceptos tan grandes como la libertad, la seguridad, el miedo, la tranquilidad... Resulta que nos dimos cuenta de que todos los hombres, todos los animales, todas las criaturas sobre la tierra, tienen que morir de la misma forma en que nacen. Nosotros no hemos elegido nacer, ni tampoco podemos elegir morir (o no morir). Si no nacemos no moriremos, pero si somos capaces de pensar todo esto, es que existimos, y por tanto, es que ya hemos nacido. Es por eso que todos caemos en la certeza de que vamos a morir. Antes o después, pero vamos a morir.
Algunas culturas inventaron una cosa muy guay llamada religión. Una idea que nos garantiza que no vamos a morir, o que al menos la muerte no supondrá el fin de nuestra conciencia, que es lo único que valoramos, porque es lo que somos. La religión es esa idea que nos dice que aunque nos llegue la muerte, aunque nuestro cuerpo se pare y se enfríe, nuestra mente/alma/conciencia seguirá activa. Esa mente, esa conciencia, que es lo que utilizamos para pensar, para juzgar, para discurrir. Es lo único que tenemos. La muerte nos daría el mismo miedo si nos dijeran que nuestro cuerpo va a sufrir un transplante de cerebro. Físicamente todo seguiría igual, pero nosotros, nuestra cabeza, nuestras ideas, nuestra conciencia, nuestro descubrimiento constante de presencia, nuestra capacidad de saber que estamos ahí, se irían a la mierda. Dejarían de existir. ¿De qué serviría conservar el cuerpo si las ideas y los sentimientos, que son lo único que tenemos y lo único por lo que luchamos, se van a ir al traste? Es eso, la mente, la cabeza. Tiene muchos nombres.
El caso es que el hombre se vio aterrado cuando recibió esa conciencia de sí mismo -autoconciencia-. Una conciencia cuya pérdida no podía asumir bajo ningún concepto. Así hemos vivido durante muchos años hasta el final del feudalismo. Durante esa época, los hombres todavía se concebían a sí mismos como componentes de una clase social a la que pertenecían por naturaleza y de la cual no se podían mover. Realizaban su trabajo, sus obligaciones, y morían en paz. Poco a poco, con la evolución del comercio, de la especialización... la competencia y el individualismo empezaron a cobrar importancia. Los gremios se disolvieron en grupos independientes de comerciantes que se hacían la competencia entre sí para ganar más dinero, porque el capital también empezaba a ser importante. Las relaciones desinteresadas de ayuda comunitaria de unos a otros se convirtieron en hostiles luchas por la popularidad y el éxito. Esto se sigue llevando en nuestros días.
Nacemos y somos "educados"; se nos introducen unos principios, unas normas, unas reglas, unas obligaciones... unas mentiras. Se nos hace creer que una determinada idea es LA idea general, la verdadera. Nos llevan a pensar que una determinada forma de pensar o de actuar es LA oficial, la única, la verdadera. Eso es algo muy positivo para la globalización, pero individualmente es una putada para todos. Aquí está el otro dilema. Pensar en uno o pensar en todos. Capitalismo o comunismo. Puede que no sea la mejor comparación, pero es real.
Cuando vamos por la calle y vemos que la mayoría de la gente lleva las mismas zapatillas, que todos se transportan con los mismos medios, que todos utilizan los mismos productos... ¿cómo sabemos que la globalización significa el alcance de los máximos niveles de evolución y comodidad, y que no es en realidad una consecuencia nefasta de la implantación de estereotipos, fruto de un sistema económico en el que la única religión es el máximo placer al precio más asequible? ¿Cómo sabemos que todos compramos el rojo porque a todos nos gusta el rojo, y no porque todos los que compramos de rojo tenemos el mismo poder adquisitivo, distinto al de los que compran de azul o de amarillo? ¿Cómo sabemos que nuestro aspecto exterior es reflejo de nuestra personalidad, y no al revés? No lo sabemos.

Por eso puedo resultar incómodo, y por eso puedo parecer catastrofista. Porque sigo siendo de los que piensan que los hombres ya no tenemos ni personalidad, ni principios, ni escrúpulos, ni si quiera conciencia. Sólo somos máquinas que producen y trabajan para conseguir un dinero con el que pueden adquirir unos productos y una apariencia que, en contraste con la de los demás, nos hará sentir mejores, no hacia nosotros mismos, sino hacia los otros. Todos los indicios apuntan a lo mismo.
Como indica Erich Fromm en su libro "El miedo a la libertad", y como afirman muchos pensadores famosos a lo largo de la historia, así como filósofos, políticos, sociólogos y pacifistas, y en conclusión, así como yo insinuaba en la entrada anterior: la seguridad es inversamente proporcional a la libertad. Y es por eso que nos hallamos tan atados en nuestro mundo de aparente felicidad, en nuestro mundo lleno de falsedad y de hipocresía.
La seguridad es inversamente proporcional a la libertad porque para ser libres necesitamos desatarnos de las cosas que precisamente nos aportan seguridad. Para poder elegir necesitamos arriesgarnos. Si no arriesgamos nada, no tendremos nada que elegir. Para ser libres necesitamos deshacernos de aquello que nos encadena y que no nos deja movernos; para ser libres necesitamos despedirnos de las cosas que nos mantienen atados a una situación determinada. Y exactamente al revés. Para estar seguros, necesitamos renunciar a nuestra ambición y a nuestra libertad.
Pero si ahora nos situamos en el tiempo, ¿qué seguridad nos puede quedar en un mundo en el que nos hemos deshecho de todo el amor con que nacimos? Psicológicamente hablando, ¿a qué seguridad o a qué tranquilidad podemos optar si el sistema económico en el que vivimos nos ha enseñado que estamos solos frente al mundo?
Ese era el primer dilema, la soledad. Ya se me había olvidado. Justo cuando escribía sobre el descubrimiento primario de los hombres sobre la muerte, lo tenía que haber nombrado. Pues bien, esta es una reacción psicológica que el hombre posee históricamente a raíz del instinto que tiene como objetivo único la supervivencia.
Cuando el hombre sabe que tiene que morir, no tiene nada que conservar. Por no tener, no tiene ni esperanza. Algo tendremos que necesitar para sentirnos tranquilos cuando estamos solos. Es precisamente eso: lo contrario a la soledad. Lo contrario a la soledad física, que en pequeños plazos de tiempo nos hace sentir desarraigados. Necesitamos compañía. Pero además, necesitamos lo contrario a la soledad moral. Sentir que nadie nos comprende, que no pertenecemos a nada, dudar de nuestras propias ideas, del trabajo que nosotros mismos hemos realizado. Esa es la soledad que más miedo nos da a las personas del mundo actual. Necesitamos amigos, amantes, familiares. Lo que sea para tener la sensación de que no estamos solos. Algunos siguen recurriendo a la religión. Piensan que Dios les arropará cuando vayan al cielo y perdonará todas sus faltas porque ellos no eran dueños de su libertad. Otros se arropan en pertenecer a un grupo de amigos o a una ideología determinada en la que son valorados (aquí se puede ver un perfecto ejemplo en el que se sacrifica la libertad para conseguir seguridad; cuando las personas pertenecemos a algo o a alguien, perdemos la libertad y nos sometemos a la manera de actuar y de pensar del grupo en el que estamos, y éste a cambio nos concede la sensación de que somos importantes en un mundo en el que nadie se va a preocupar por nosotros). Pensamos que comprando los productos de moda estamos más integrados en la sociedad, incluso aunque no haya nadie para ver lo chulos que somos. Nosotros mismos, delante del espejo, nos autoengañamos cuando hablamos bien de nosotros mismos. Las señoras mayores se autoengañan cuando piensan que parecen menos gordas si se compran una chaqueta de campana, y están convencidas de que consiguen engañar a los demás cuando lucen en público su nuevo complemento de moda. Lo mismo le sucede a un hombre cuando compra un coche o utiliza una nueva espuma de afeitar. Nos hemos vuelto dependientes de nuestro propio juicio, incluso antes que del de los demás. El autoengaño es más común que la hipocresía hacia los demás. Es alarmante. A veces incluso nos sometemos a nuestra propia privación de la libertad para conseguir un sentimiento de seguridad que creamos para nosotros mismos, entendiendo que estamos a salvo en una esfera de ceguera que nosotros mismos nos hemos construído, aunque no seamos conscientes de ello.
Después, para ocultar estos casos de autoengaño y esta sensación de crueldad de la humanidad en la que todos somos voraces depredadores que se matan por conseguir algo que alivie su sensación de soledad y de inseguridad, para ocultar una imagen de odio hacia nosotros mismos, hemos inventado el amor. El amor se produce, a mi entender, cuando apreciamos a una persona más que a nosotros mismos, aunque sólo sea en un aspecto determinado. Es admiración, es envidia constructiva. Amor hacia un carácter determinado que creemos que en una persona ajena se ha desarrollado mejor que en nosotros. Como consecuencia de ello, dicha persona nos atrae, porque tenemos la curiosidad de ampliar nuestro conocimiento sobre ese carácter que nos atrae.
Pero todo esto del amor y del odio, sólo son, en conjunto, excusas para conseguir a toda costa esos pequeños logros que juntos harán que nos sintamos bien con nosotros mismos, pensando que los demás nos aman, nos entienden, o nos ven bien, como pretendemos que hagan, pero es todo psicología. Un potente sistema que hemos ido construyendo poco a poco para pensar que no llegaremos solos a la muerte, para creer que nos hemos alejado de esa idea y que habrá alguien que llore cuando nosotros no estemos. Nos pasamos la vida luchando para que cuando nuestro fin llegue, haya al menos una persona que se vista de negro y que piense en nosotros cuando ya no estemos ahí delante para pronunciar una sola palabra. Algunos ocultan este deseo, se vuelven individualistas, dicen que no necesitan a nadie... pero te puedo asegurar, desde lo más sincero de mi experiencia y mi juicio, que hasta el más arisco y amargado de los hombres que existen sobre la tierra necesita ser amado, comprendido y estar convencido de esa idea, de que no está sólo.

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