sábado, 11 de junio de 2011

A otro nivel...

Ni para leer sirven las noches últimamente. Ni para ver películas...  ni para dormir.
Todos duermen menos tú, o al menos eso parece. Las preocupaciones de la gente que vive contigo no van más allá del próximo fin de semana, de saber si queda tabaco, de que la música no suene muy alta a las tres de la mañana. A nadie parece importarle la peligrosidad de que la Iglesia siga presente en el mundo occidental, nadie parece interesarse por el curso de la política, porque es más interesante el fichaje del Madrid o la final de basket del domingo. Ahí si que tenía razón aquella profesora de lengua, tan presumida ella, cuando decía que a la plebe, pan y circo. Y cuánta razón tenía. A la gente, con que le des de comer y la distraigas con algún espectáculo de masas para cuya afición no sea necesario pensar, todo irá perfecto. Nadie se preocupará por cosas "importantes", nadie investigará las irregularidades que suceden ahí arriba, mientras todos retenemos nuestro pensamiento y no le dejamos ir más allá de eso, del partido de nuestro equipo, del plan de la semana que viene, de las noticias amarillistas y morbosas de la prensa inculta que tenemos, al menos que yo sepa, en este país, que para hablar de Oskar Schindler lo pronuncian /eslinder/, en lugar de /shindler/, que ni para eso se esfuerzan...  y qué razón tenían aquellos presidentes cuando decían que el poder lo tiene el que mejor sabe manipular la información. Cuánta razón.
Y ni para eso sirven las noches. Que a poca gente le interesará lo que dicen estas palabras, lo que viene denunciando un pobre gilipollas desde hace meses; algo que a nadie le importa. Todos están demasiado ocupados en dar gritos en un bar cervecero a ver si alguno de sus gruñidos improductivos ayudan a que algún afortunado marque un gol en la portería adecuada, cuando esos gritos sólo sirven para descargar la frustración que cada aficionado, de esos que gritan, tiene con su vida, que no es poca cosa.
Ni para escribir sirven las noches, que si no escuchas a los Cranberries te pones con James Blunt, que para lo mismo sirven. Que no encuentras otra forma que calmar la rabia que trabajando; a lo bestia, horas y horas, hasta que ya no puedes más y caes en la cama otro montón de horas. Y luego te vuelves a acordar de lo que te había dado rabia y vuelta a empezar. Antes lo pagabas con las notas. Te deprimías, se te quitaban las ganas de estudiar y a tomar por culo... pero ahora, ¿qué? El curso ha terminado y ya no hay notas que lo sufran. Ahora estáis tu teclado y tú, solos en medio de la oscuridad, esperando a que tus dedos escriban algo que tu cabeza no haya pensado ya, o que haya pensado pero no hayan dicho tus labios. Y es precisamente tu teclado el que se tiene que tragar tus decepciones, porque cuando lo expresas en voz alta, te tachan de loco, de obseso, de violento, de paranóico. El teclado al menos no se queja tanto. De vez en cuando se te cuela alguna letra que no era, pero nada más. ¿Y por qué trabajando? Pues porque las personas expresan su rabia de dos formas distintas. Las mujeres normalmente la exteriorizan llorando (nada reprochable), y los hombres, por lo general, necesitan hacerlo físicamente, ya sea con violencia o con trabajo, el caso es gastar músculo.
¿Y por qué toda esta puta rabia, que ni si quiera te gusta esa palabra?
No lo sabes ni tú. No sabes si es por lo de ahora, por lo de ayer o por lo de mañana...  o por todo a la vez. Nueve meses aguantando a una manada de animales de especie no especificada, algunos monos, otros lobos, algunas zorras y otros tantos cerdos, pero casi todos animales, muy pocas personas entre ellos. Nueve meses haciendo oídos sordos a envidiosos unos, incultos otros, todos desinformados; ignorando cada provocacion, cada atropello, llevando la asertividad al límite de tu resistencia, intentando mantener un hielo en estado sólido dentro de un horno a punto de estallar. Y cuando acaban los nueve meses y toda la presión "desaparece", los cerditos siguen dejando su mierda allá por donde pasas, no te los quitas de encima. Te siguen jodiendo a distancia, como está mandado, que para algo son profesionales.
Que entre esto y las experiencias anteriores, los problemas añadidos y el cansancio de no haber conseguido nada en todo este tiempo, se te quitan las ganas de seguir luchando. Años enteros de tu vida intentando comprender cómo cojones funcionan las cosas en la cabeza de esa gentuza, y sigues sin conseguirlo. Años enteros intentando que alguien te diga si eres tú el que está mal de la cabeza, y lo único que consigues es que te pisoteen con zapatos de impotencia. Meses y más años sobreviviendo a un trauma infantil que no está solo y lo único que consigues al descubrirlo es darle más importancia y no poder quitártelo de la cabeza.
Llevas ahora más de media vida creyéndote el lobo solitario que no necesita nada, que no necesita a nadie salvo a una persona; que no necesita que le aplaudan cada cosa que hace, ni que le besen el trasero antes de sentarse, ni que le den la comida en bandeja de plata; media vida haciéndote el duro frente al mundo, ¿y todo por qué? Porque un gilipollas tómo hace diecisiete años la decisión de tenerte como hijo, y fue tan irresponsable e intolerante que, por encima de las necesidades de nadie más, decidió abandonar tu vida y alejarse de ti como si no te conociera. ¿Dónde está tu figura? ¿ubi est? ¿dónde están todos los padres de la gente desconsolada? ¿ubi sunt? Pues te diré dónde están. Están todavía intentando darse cuenta de que están vivos y de que esto no es un juego, pero para ellos ya es tarde. Tú vives a otro nivel, tú ya has pasado de todas esas gilipolleces y, sin embargo, aún te duele pensar en cómo serían ahora las cosas si el pasado hubiera sido distinto. Pero eso es irrevocable, nadie lo puede cambiar. Todos sufren por lo mismo, todos se lamentan por lo mismo. De ahí la responsabilidad, esa responsabilidad que alguien no tuvo, de pensar que ahora por su culpa, tú serás de por vida otra de tantas personas con el típico trauma infantil de unos padres egoístas que no supieron educar a sus hijos para enfrentarse a toda esa mierda que te encuentras cuando sales de casa. Tuviste que aprender tú solo, y así te va, mejor de lo que debería. Entre la incomprensión y el odio; por no saber por qué nadie te deja en paz, por qué todos quieren cambiar el transcurso de tu vida a su gusto, como si a alguien le perteneciera. Todos quieren llevarse una parte de ti, todos quieren destruirte un poco, pero cuidado, no intentes defenderte, que entonces será peor.
A veces no sabes ya por qué sigues luchando, si nadie te respalda, nadie te ha apoyado nunca, nadie te ha dicho nunca que lo que haces es especial, nadie te ha dicho nunca que quiere ser como tú, salvo esas dos personas que te dijeron una vez que no cambiaras. Y mientras tanto tú siges con el que es tu ejemplo a seguir, esa persona que se fue de casa para vivir una vida como la que llevas en tu cabeza, una vida solitaria y llena de oscuridad, de libros, de informática, de juicios, de noches en vela, de comida. Toda tu ansiedad la canalizas comiendo, comiendo a lo bestia. Lasañas de 800 gramos a la hora de comer, un kilo de bollos por la noche, un litro de zumo por la mañana, otro de batido por la tarde, y los Red Bull de dos en dos. Y a pesar de todo, sigues sin ponerte gordo.
A veces te dan ganas de dejarlo todo, de coger a tus Cranberries y fugarte a algún lugar, ganas de yo que sé, de irte a la guerra a que te maten de mala manera; a veces eso parece más digno que seguir muriendo en vida mientras luchas por algo en lo que no sabes si seguir creyendo. Luchar por algo que ya no sabes si merece la pena. A veces te dan ganas de desaparecer en medio de una tormenta de niebla y llevar una vida de esas que salen en las películas, algún hombre de pasado oscuro que se pasea por las calles empedradas de alguna bucólica y nocturna ciudad europea del Este, mientras el trompetista hace la competencia al del acordeón y Nathalie Portman seduce a los espectadores con sus miradas de mujer afligida.
Te entran a veces ganas de eso, de llenar un saco con ropa, otro con dinero, pillar una guitarra y echar kilómetros, lo que llevas años escribiendo, echar kilómetros, desaparecer. Que todos te olviden mientras tú intentas olvidarte de ellos, aun sin conseguirlo. Pero no lo vas a hacer. En primer lugar, porque actualmente no puedes, y en segundo lugar, porque en medio de esta tempestad de secretos, de envidias y fracasos ebrios, de crímenes impunes y encuentros sexuales entre la hipocresía y el alcohol, en medio de esta tempestad de sueños por cumplir y vidas rotas, todavía hay dos personas que te quieren. Son dos, pero suficientes para que lo pienses en frío y sigas ahí, al pie del cañón. Luchando, no sólo contra los mismos gigantes contra los que venías luchando hasta ahora, sino también contra la frustración, cada día mayor, de no haber conseguido nada, de estar a punto de perder el norte, porque nadie recuerda dónde está. A pesar de todo el cansancio, hay algo que te empuja a seguir ahí. No sabes exactamente qué es, pero ahí está.

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