martes, 20 de julio de 2010

...y dónde no cabe una utopía?

El típico deseo de salir. De escapar. De volar. Qué común y qué acertado ese deseo típico. Por qué será que todos pensamos en lo mismo. En ese afán generalizado de llegar a una isla desierta. Un lugar despoblado, virgen, sin corromper. Por qué será ese anhelo de no tener a nadie alrededor, o al menos tener alguien a quien haber podido elegir.
Todo eso viene de la necesidad natural de sentir que nuestra razón y nuestro juicio son los únicos válidos y verdaderos, porque hemos aprendido que los "demás" piensan de manera distinta, por lo cual suponen un peligro para nuestras ideas, sobre todo cuando intentan derribarlas de forma hiriente.
Por eso quiero "escapar" de este lugar en el que me encuentro. Quiero "volar" en un avión hacia ningún sitio. Sólo quiero volar, quedarme suspendido en el aire. Tocar el cielo con las manos y sentir lo inalcanzable. Salir de este país en el que nadie ha aprendido a convivir, y los que han aprendido, no pueden ejercer su capacidad de convivencia por asuntos de supervivencia. Huir de estas fronteras en cuyo interior unos se pegan con otros por razones de orgullo y de dinero. Los ricos y los que se creen superiores luchan para no ver deteriorada su imagen de pureza y distinción; los pobres y los que se creen pisoteados luchan porque creen que merecen algo mejor de lo que tienen, y piensan que no son responsables de sí mismos. Así poco a poco hemos ido creando un país en el que lo único que se respira es el odio por todo el que nos rodea. Pero en mi vuelo de huida tampoco quiero llegar a ninguna parte, porque sé que allí se dará más de lo mismo. Huir del odio que ha conquistado España para respirar el odio que se ha hecho con el resto de los países del mundo, da igual dónde. Estoy por hacerme monje y quedarme meditando en medio de esas montañas que dicen que hay en algún lugar de Asia.
Se da por hecho que para cada cual existe siempre otra "persona" con la que concuerda. Una persona con la que se puede sentir plenamente realizado todo el mundo en su respectiva identidad. Pero yo también he dado por hecho que esa supuesta persona sólo existe de forma subjetiva. Puede que nos esté engañando, puede que nos estemos engañando nosotros mismos, pero una mezcla de todo me ha hecho llegar a la conclusión de que cualquier utopía que podamos percibir en nuestra existencia siempre será fruto de un engaño. Por eso prefiero hallar esa utopía en soledad, porque si alguien me engaña, prefiero ser yo mismo.
Prefiero ser yo el responsable de mi propia desgracia o de mi salvación. Quiero ser yo el que elija hasta qué punto es real la realidad, y hasta qué punto es feliz la felicidad, así como hasta qué punto el agua humedece las cosas.
Por una vez me gustaría ser egoísta y prescindir del trabajo de pensar en cada persona, para saber en quién puedo confiar y en quién no. En primer lugar, porque siempre me equivoco haciendo ese trabajo de destilación entre confianza y hostilidad. En segundo lugar, porque sean o no de confianza, todas las personas del mundo son eso, personas, que también tienen sus experiencias, su opinión, sus reacciones y sus intereses, y por eso, precisamente por ser sujetos ajenos a mi persona, ya pierden toda su fiabilidad para mí, igual que yo la pierdo para ellos.
Puede que el ideal de autosuficiencia sea insostenible, puede ser. Puede que el individualismo sea inviable, pero paradójicamente es con lo que todos soñamos o hemos soñado alguna vez en nuestros más profundos y puntuales derroches de egocentrismo, por el cual no nos podemos culpar.
Quiero llegar a algún lugar donde nadie me envidie, nadie quiera utilizarme o hacerme daño. Un lugar donde nadie quede por encima a costa de dejarme a mí debajo. Un lugar en el que no tenga que protegerme ni desconfiar de nadie ni de nada. Un lugar en el que mis hijos aprendan la doctrina del amor y no la del odio. Donde aprendan una convivencia hecha por la cooperación y el respeto, y no por la destrucción y el dolor de los semejantes. Un lugar en el que mis hijos no se sientan identificados consigo mismos cuando hieren a alguien, y de esa manera tengan que dudar de sí mismos. Quiero llegar a un lugar en el que yo pueda gritarles desde lo alto de una montaña que son libres, y que al oírme ellos puedan correr alegremente lejos de mí, donde yo no pueda hacerles daño, porque estoy encadenado. Encadenado por ese odio con el que he aprendido a sobrevivir en el mundo anterior. En este mundo presente que nos amenaza. Encadenado por mi pasado, por el pasado común en el que todos nos hemos visto obligados a tomar decisiones de las que no nos sentimos orgullosos. Encadenado por la pérdida de la esperanza y por la resignación, que es lo único que me queda para seguir flotando sobre el agua que me mantiene con vida. Un agua fría y hostil bajo cuya superficie se hundieron todos los principios, todas las ideas, todo el amor y toda la alegría que me quedaba.
Tendré que nadar yo solo y dejar que ellos descubran todo eso por sí mismos.

Y bien, ahora que la música deja de hacer efecto, dejaré de mirar mi mano apuntando al cielo. Veré mi brazo, después me veré a mí mismo, contaminado interiormente por toda esta mierda, y después volveré a ver la desgarradora imagen del horizonte que se abre frente a mis ojos, que una vez quedaron cegados por el llanto y nunca más volvieron a ver la realidad tal y como era, porque la verdad quedó oculta bajo todos esos sedimentos de odio que hoy iluminan la culminación de la idolatría del hombre y lo hacen cada vez más infeliz cuando recoge lo que él mismo ha sembrado.

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