lunes, 20 de diciembre de 2010

Escapar

Salir. ¿Hacia dónde? Da igual.
Salir contigo, a tu lado. Quién eres. Alguien lo suficiente digno de mi compañía como para acompañarme.
Carretera, kilómetros, música y muchas, muchas horas por delante. Sol de invierno atravesando la ventanilla y cegándome desde la rasante. Línea discontinua. Típico lento a cincuenta metros. Lo adelantamos. El motor se revoluciona. La lluvia ligera humedece el cristal. No sabemos de dónde cae, hace sol. Hielo en los laterales sombríos y en la cuneta. Dos grados bajo cero. Navegador apagado. El de atrás no consigue seguirnos. Nos descolgamos. Sentimos con placer la fuerza centrípeta de las puertas contra nuestro cuerpo en cada curva, en cada volantazo. Carretera sin quitamiedos, sin señales, sin arcenes. Curvas cerradas. Conducción deportiva. Puerto de montaña. Subida y bajada. Incorporación, otra vez en autovía. Dejan de importar los radares, los límites. Sólo importan las ruedas.
Vamos hablando. Vamos callados.
Ir callados no es señal de otra cosa que de ir hablando mediante algo que no son las palabras, ni las miradas. Hablamos mediante pensamientos. Cada uno anda sumido en los suyos, en sus problemas, en sus preocupaciones...  y en algo común y mucho más importante: escapar.
Ambos buscamos eso, escapar, huir, alejarnos de nuestro punto de partida, de todo aquello que nos ha estado encadenando. No es el hecho de estar en otro lugar, o de tener un destino. Es el simple hecho de no estar en ninguna parte, de estar en movimiento, de no pertenecer a nada, de dejar de tener los pies plantados en la tierra.
Pienso en mis pajas mentales, las de siempre, las nuevas...  pero qué importa lo que me preocupe, si ahora no estoy en Madrid para sufrirlo ni para solucionarlo. He apagado el móvil para evitar que pille cobertura en cualquier momento. Me da igual la cobertura, me da igual la hora. No quiero que nadie me interrumpa, ni si quiera la tentación de hablar con alguien que no sea mi acompañante.
Es extraño esto de viajar, aunque sólo sea una escapada a la aventura durante pocas horas...   es como que te alejas de lo de siempre, de las cuatro calles de las que nadie se plantea salir. A veces no basta con ir a un parque. A veces hay que coger velocidad, mucha, mucha velocidad, cambiar de aires, pasar frío, deshacerse de todo aquello que encauza el pensamiento por un sólo hilo.
El pensamiento en la ciudad se ve alienado, condicionado por los estímulos rutinarios y repetitivos que lo atrofian y lo limitan a ciertas perspectivas invariables en el tiempo... pero en el asiento de un coche todo cambia; todo cambia cuando empiezas a ver cartelitos azules y camiones de 16 toneladas, cuando empiezas a perder la cuenta de los kilómetros que llevas, de los arbolitos que han pasado a tu lado, de las veces que has cambiado de carril, de las curvas que has recorrido, de los coches que has adelantado...  sólo piensas en seguir hasta que te canses. La música es más que suficiente para alimentar la libertad que tu pensamiento ha adquirido.
A veces es difícil; no estamos acostumbrados a pensar de esa manera, o sin tantas limitaciones. La situación es distinta a lo habitual, y alomejor no sabemos cómo va a ser  o cómo llevarla...  pero no es difícil; simplemente tienes que dejarte llevar, y tu mente te guía rápidamente, no tienes que molestarte en ignorar ningún estímulo; en la carretera, todos los estímulos son positivos, salvo el retrovisor.

Paramos en algún bar, en alguna taberna de las que todavía quedan. Tomamos un carajillo que nos dura un buen rato y pedimos un par de cafés. Hablamos, entre conversaciones locales y cotidianidades, de cosas que sólo tú y yo recordaremos, de cosas que sólo tú y yo somos capaces de ver. No hace falta un pasado entero juntos; de hecho, lo mejor es no tenerlo, aunque tenerlo tampoco es un inconveniente.
Dormimos en un pequeño hostal con lo mínimo; un lavabo, una ducha, un inodoro, un pequeño armario, un par de camas, una mesa, dos sillas, una lámpara y un cenicero. Siempre hay un cenicero. Siempre hay un cenicero que yo siempre me llevo como recuerdo. Y no, no soy cleptómano.
Un par de rutas de montaña, un par de buenas fotos para el recuerdo, algo de aire fresco, sonido de arroyos y cascadas, viento gélido que seca la hojas y corta el cutis; los pájaros no cantan por estas fechas, y afortunadamente llevamos muchísimas horas sin escuchar publicidad, ni villancicos, ni gente hablando de gilipolleces. Sólo estamos tú y yo para decirlas, para pensarlas, sólo las tuyas y las mías.
El silencio de la montaña o de un pueblo no es el mismo que el de la ciudad. En la ciudad, el silencio se hace cerrando todas las ventanas a cal y canto, bajando la persiana y metiéndose uno en la cama; y aún de esta manera existe la posibilidad de no encontrar el silencio. En el campo, el silencio consiste en abrir todas las ventanas, en salir a una pradera, acurrucarse uno sobre cualquier roca lisa y seca y escuchar la música de las cigarras que tampoco encontrarás en invierno, observar el mapa estelar que cuelga sobre tu cabeza y tratar de beber del rocío nocturno de las hojas.
Recordemos todo esto, porque al volver a la ciudad, todo se vuelve gris, otra vez, incluso desde que emprendes el camino de vuelta.

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