sábado, 11 de diciembre de 2010

Vamos a hacer algo bello

Finisterre. Once de la mañana. El día estaba completamente oscuro. Casi no se le podía llamar ni día. Las estrellas brillaban en el cielo, pero la Luna no. Los animales diurnos empezaron a despertar, pero no comenzaron su actividad, no había luz. Por muy entrado que estuviera el invierno, debería haber luz. A las once de la mañana siempre hay luz. Cosa extraña. La mayoría de los despertadores no sonaron porque era domingo. Los domingueros bajaban a comprar el pan, las amas y amos de casa preparaban la comida, los niños salían de la cama y los universitarios más fiesteros descansaban de la resaca. Los escritores seguían encerrados en sus habitaciones y los guitarristas callejeros buscaban su esquina en algún lugar turístico. Todos hacían algo, pero el sol no había salido ese día.
Qué raro. Pensó el hombre del pelo negro. Que el sol no haya salido y la gente no esté histéricamente alarmada.
Quiso preguntar a alguien si el sol realmente no había salido o sólo eran imaginaciones suyas, pero no encontró nadie a quien preguntar. Todos hacían sus labores del domingo, nadie tenía tiempo para él. Llamó a su conocida, la mujer de los ojos verdes. Se encontraron pasado un rato. Ella sí tenía tiempo. Nada mejor que hacer un domingo por la mañana. Efectivamente, el sol no había salido. Ambos se lo confirmaron mutuamente.
Vamos a hacer algo bello. Dijo él en un momento dado. ¿Qué dices? Objetó ella. Que hagamos algo para que el sol vuelva a salir. ¿Pero qué? Eso no lo podemos decidir nosotros. Claro que sí, continuó él. El sol no ha salido porque está enfadado. Los hombres hacemos guerras, maltratamos a nuestros semejantes, destruimos nuestro hogar y nuestra naturaleza. No merecemos disfrutar de la luz del sol. ¿Y qué sugieres, que tú y yo solos solucionemos todos los problemas del mundo para que el sol nos perdone y vuelva a salir? No. Respondió él. Solo digo que no es seguro que el sol no haya salido. Lo único que sabemos es que para ti y para mí no ha salido. Me refiero a que al menos tú y yo tenemos que hacer que el mundo esté en paz con nosotros. O el universo. O Dios. O lo que sea. Lo que sea para que el sol vuelva a salir y no nos helemos de frío, que bastante hace ya.
Lo que dices es una locura. Replicó ella. Ya, pero si no lo hacemos no saldrá el sol. Porque podrás comprobar que no ha salido. Respondió él.
¿Y por qué estás tan convencido de que tenemos que quedar en paz con la naturaleza? Porque yo le debo mucho más que tú. Puedes acompañarme o hacer tu vida en un mundo de oscuridad, pero yo me voy. ¿Adónde? A la playa. Voy a llevar comida a un barco que vi un día anclado a ocho millas de la costa. Lleva allí como dos meses. Lo miro todos los días y no se mueve. ¿Y qué te hace pensar que hay alguien en ese barco que pueda necesitar comida?
Si el barco ha llegado hasta allí y no se ha movido es porque está tripulado. Y si no se ha movido en dos meses, pocos recursos le deben quedar. No es muy grande. Y te puedo asegurar que en esta área no hay pesca por ningún sitio. Si me acompañas, podremos llevarles más cosas.
La mujer de los ojos verdes se decidió a acompañar a su conocido del pelo negro, no se sabe por qué, pero se decidió. En cualquier otro mundo paralelo, en la misma situación, cualquiera habría rechazado el plan. Adentrarse en un mar embravecido para llevar víveres a unos náufragos inexistentes que nadie ha visto y arriesgar la vida en un día en el que no ha salido el sol solo para acompañar a un amigo a hacer algo bueno. Pero quizá fue eso. Que el sol no había salido y que ninguno tenía nada mejor que hacer.
Tras cargar dos grandes sacos con conservas y garrafas de agua se dirigieron ambos al pequeño embarcadero que había en la playa más escondida de Finisterre. Allí les esperaba la pequeña barca de remo del hombre del pelo negro. Dos remos antiguos, con el barniz corroído por la sal y la pintura demacrada en días anteriores por un sol que ya no había. Les costó sacarla de la arena. Estaba medio encallada, retenida por el hielo que habían formado el frío y la humedad. Después de un par de empujones hacia la orilla, los conocidos depositaron los sacos en el interior de la embarcación y montaron los remos. Súbete a la barca. Dijo el hombre. Yo la empujaré y remaré. Hizo el último esfuerzo desde la arena y se subió de un salto.
Lejanas empezaron a verse las luces costeras. Un montón de agua negra y profunda quedaba tras ellos. La barca subía y bajaba. Se inclinaba hacia todos lados. La carga se movía continuamente y los remos no daban abasto. Suerte que la barca, aunque era antigua, había sido astillada sobre madera de fresno. Los remaches y los tornillos se mantenían firmes e intactos ante los golpes del oleaje. Ni un solo indicio de carcoma.
No se veía nada. La niebla nocturna no había desaparecido. Apenas llevaban a bordo un par de linternas y las farolas de los acantilados se veían menos que las estrellas en un cielo nublado. Dependían, sobre todo la mujer, de los brazos y la capacidad de orientación del hombre del pelo negro. No llovía, pero la humedad del ambiente les empezó a calar el pelo y la ropa. Empezaron a tener frío, la mujer cada vez desconfiaba más de la seguridad de su plan. ¿Sabes seguro dónde está ese supuesto barco? Sí, no te preocupes. Con la oscuridad no se ve nada, pero si te fijas, ahí al fondo, hay un pequeño reflejo de color rojo, ¿lo ves? Sí. Ese es el barco, aún quedan dos millas y media. Quince minutos después consiguieron distinguir las partes del barco. Mira, esa es la proa, y ahí acaba el palo mayor, ¿ves? Es un pequeño barco motorizado, no más grande que un atunero. Comenzaron a acercarse, pero no divisaban la más mínima muestra de vida a bordo. Se acercaron gritando. ¿Hay alguien? ¿Hay alguien? Pero nadie contestaba. Se aproximaron por completo a la borda estribor del supuesto pesquero y el hombre lanzó un cabo para amarrarse a él. Un par de nudos y ya estaban conectados. En medio de la oscuridad, con las estrellas mirando desde lo alto y las linternas a punto de agotar sus baterías, suspendidas en las manos heladas de los compañeros, éstos atisbaron a ver un par de cuerpos. Eran marineros. Barbudos, tendidos en el suelo, empapados, encharcados, aparentemente dormidos. Les despertaron. Hubo suerte, los dos estaban vivos. Sufrían graves síntomas de hipotermia. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí? Un mes y medio. Hace dos días que se nos acabó el agua potable, y una semana que se terminaron los alimentos. Hemos sobrevivido destilando agua con este pequeño alambique, pero no nos queda mucho tiempo. Comenzó diciendo el marinero de la barba más larga. No os preocupéis, aquí traemos algo de pescado en lata, un par de garrafas de agua mineral y unas latas. Dijo el hombre. También hemos traído estas mantas y este combustible para que podáis volver a tierra. No se preocupe por el combustible. Dijo el segundo marinero, el de la gorra azul. Combustible tenemos de sobra. El problema es que no tenemos hélices ahí abajo. Las destrozó un atún intentando resistirse al anzuelo. Sucedió aquí mismo, y entre todos decidimos anclar el barco a esta distancia de la costa antes de que la marea nos llevara mar adentro. Tampoco tenemos radios y a tres de los tripulantes se los llevó un golpe de mar hace unas semanas, cuando aún navegábamos. Sólo quedamos nosotros dos. Pero no podemos rescatarlos. Dijo la mujer dirigiéndose a su compañero. Es verdad, en la barca apenas hay sitio para dos personas. Confirmó el hombre. Volveremos a tierra e informaremos a los guardacostas para que vengan a por ustedes. Con lo que les hemos traído podrán sobrevivir unas horas más, hasta que alguien venga. Los marineros no se opusieron a la decisión. Después de dos semanas, no les importaría quedarse unas horas más en el barco, con los víveres que tenían. Sacarlos de allí era inviable en aquel momento.
Dicho esto, el hombre del pelo negro y la mujer de los ojos verdes volvieron a subirse a su barca. El oleaje es más fuerte que antes. Observó el hombre. O puede que al no llevar carga la barca sea más sensible al movimiento del agua. Corrigió la mujer. Desatado el cabo que los unía al barco pesquero, los remos se pusieron en movimiento y al cabo de unos minutos dejó de verse el pequeño bote en medio del mar. Desde donde estaban, no se distinguía la iluminación del pueblo, pero sí se notaba cierta claridad en la niebla que había de por medio en esa dirección, algo disipada, algo difusa.
Diez minutos interminables  pasaron, cuando, de repente, grandes olas comenzaron a embestir la barca desde uno de los laterales. El suelo estaba encharcado, pero aún podían navegar. Cada vez costaba más mover los remos, la barca estaba semihundida. Escucha. Dijo el hombre con tono imponente. Dentro de unos minutos, antes de que alcancemos la orilla, la barca se llenará de agua por completo y empezará a hundirse. En ese momento, con cuidado y sin soltarnos de ella, nos echaremos al agua y la pondremos boca abajo para desalojar el agua del interior. ¿Entendido? Entendido. Respondió la mujer, cada vez más asustada. Ambos temían por su vida. El día no podía ser más frío.
En aquella inmensa oscuridad apenas alcanzaban a distinguir el rostro del otro, apenas a un metro, pero el hombre conseguía orientarse. Por si pasa algo. Dijo el hombre. Recuerda que hoy el viento sopla en dirección a la costa. Hay una borrasca sobre el monte y el viento sopla hacia el interior. Si pasa algo, levanta el brazo y sigue la dirección del viento. Vale, haré lo que tú digas. Respondió la mujer. En qué momento había decidido seguir el descabellado plan de su conocido. En qué momento. Pudiendo estar en casa, con la calefacción pegada a los pies y tomando un té calentito.
El viento levantaba espuma sobre las propias olas y las hacía llegar sobre los ocupantes de la barca. La naturaleza que les dio sol durante toda su vida, que les regaló árboles y pájaros, alimento y bonitos paisajes, hoy les daba golpes con un agua gélida en medio de una oscuridad penetrante, más cegadora que cualquier destello de luz. Como predijo el hombre del pelo negro, la barca se llenó de agua hasta tal punto que comenzó a sumergirse. Decidieron en aquel preciso instante lanzarse al agua. Se veían algo mejor porque ya tenían la luz costera como referencia. Trataron de dar la vuelta a aquel pedazo de madera, pero era inútil. Aquellos listones de fresno eran demasiado pesados y la barca se acabó hundiendo antes de que pudieran darse cuenta.
Tendremos que volver nadando. Aseguró el hombre. ¿Qué? Dijo la mujer, poniéndose histérica solo de pensar en el frío que tenía. Quítate toda la ropa que puedas. Aquí no te protegerá del frío y te pesará más. Concluyó el hombre.
No llevaban salvavidas ni otra clase de artilugio para salir de aquella situación que su propio cuerpo. En paños menores notaron cómo podían resistir mejor la fuerza de la corriente y nadar de forma más eficiente.  Nadaron en paralelo durante aproximadamente quince minutos.
Cuando se hundió la barca se encontraban aproximadamente a tres millas de la orilla. Eso eran aproximadamente cinco kilómetros. Ahora estaban a dos millas. La mujer empezó a flaquear. Tras el mayor rato de su vida sumergida en el agua y con serios síntomas de hipotermia, empezó a decir que no podía seguir nadando. El hombre andaba igual de cansado, pero era más testarudo. Súbete a mí. La mujer se encaramó al cuerpo de su conocido y cargó sobre él el peso de ambos y un doble esfuerzo. Pégate y descansa, recibe mi calor e intenta mantenerte fuera del agua en la medida de lo posible. Dijo él. Pero así te cansarás tú antes y no llegarás a la costa. Replicó ella, haciendo uso de una empatía congelada por el viento. Lo sé. Respondió él. Lo sabía desde que se hundió la barca. En estas condiciones y a la distancia que estábamos iba a ser imposible que los dos llegáramos a tierra. Mi plan es que al menos tú lo consigas. Tiraré de ti hasta donde me sea posible y después seguirás tú. ¿Y qué pasa contigo? Preguntó ella, asustada. Tienes que aceptarlo. ¿Aceptar qué? Que serás tú la que llegue a tierra firme. ¡No! Replicó la mujer nuevamente. Que sí, que es la única solución. O llegas tú gracias a mi ayuda o perecemos los dos. Ni si quiera yo podría aguantar nadando hasta la orilla, aun sin tu peso encima. Lo que hago es permitirte descansar y coger aire para que puedas llegar hasta la arena. ¿Y cómo crees que te voy a dejar aquí solo? No voy a hacerlo. No vas a hacerlo. No hará falta. Desapareceré y harás como si yo no hubiera estado contigo. Créeme que podrás.
Entre tanta conversación al hombre se le empezaron a agotar las fuerzas. Las piernas y los brazos no respondían. Casi no podía respirar. La hipotermia estaba teniendo sus consecuencias. Media milla para llegar a la costa. Empezaba a dar bocanadas, como si le faltara el aire. Le faltaba el aire. Cómo pudo haberse olvidado de los salvavidas. Lo más básico y elemental y se le había olvidado. Nada. Unos minutos más y nada. El hombre intentaba dar una brazada más, escapando de la idea que tenía en mente. Otra brazada, y otra, y otra, pero él solo, sin quererlo, vio que no podía ni consigo mismo. No se despidió. Dejó a la mujer de los ojos verdes flotando en la superficie, y antes de que ella pudiera darse cuenta, su conocido estaba nadando en dirección al fondo.
Con los ojos empapados y salados, no se sabe si por las olas o por las lágrimas, la mujer retomó su movimiento y prosiguió su travesía. Doscientos metros para la costa. Apenas distinguió el pequeño embarcadero del que partieron, empezó a nadar más rápido.
Eran exactamente las doce y media del mediodía cuando las manos inmóviles de la mujer agarraron el primer puñado de arena y sus pies insensibles se posaron sobre las rocas para llegar a lo alto de un pequeño terraplén en el que desembocaban las obras de la carretera comarcal.
Hospital, mantas térmicas, suero, médicos, agua tibia en una bañera, café caliente y una extraña sensación.
En una cama despertó la mujer, pero no en la del hospital, sino en la de su habitación, un domingo por la mañana. Eran las nueve en punto y el sol asomaba por el acantilado de Finisterre. Cogió rápidamente el teléfono y marcó el número de su conocido, el hombre del pelo negro, pero nadie contestó.
Encendió la televisión y puso el canal local de noticias. Las de por la mañana. Gracias a la información que supuestamente dio ella al llegar al hospital, consiguieron salvar la vida de dos marineros anclados a quince millas de la costa gallega, que sobrevivieron a dos semanas de aislamiento en el mar. ¿Pero no eran ocho? Se preguntó. No. Fueron quince.
En el perchero de la entrada de su casa encontró la manta que le dieron al llegar al hospital. En la televisión anunciaron el hallazgo del cuerpo de su conocido, encallado entre las rocas de un macizo a pocas millas de donde se encontraba el embarcadero. Pero aún así, y a pesar de todas las pruebas, seguían siendo las nueve de la mañana del domingo,
y el sol había salido.

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